Gedrez, un viaje al pasado







27/04/11
Era Carlos de Casa Marrón, el hombre tímido y silencioso que yo tantas veces recordaba en el sillón improvisado en el suelo de nuestra casa-escuela, reconcentrado en sí mismo, su mirada distante bajo la visera de su gorro de paño, oyendo la música, escuchando nuestras conversaciones, callado, la clase de estar que yo mismo me veo asumir cuando el mundo y yo mismo somos instancias que compartimos el mismo espacio pero instancias distantes, una realidad que llega a nosotros como el lejano rumor de un arroyo. Las ventajas del ser tímido probablemente son incomprensibles para el resto de la humanidad, pero constituyen sin embargo un excelente bastión con que conseguir una síntesis entre el yo y el entorno. Bajábamos de hacer la visita a la escuela, nuestro primer encuentro con Gedrez, cuando nos tropezamos con un hombre robusto que caminaba ayudándose con un bastón. Treinta y un años no eran años suficientes para haber borrado su tranquila expresión de buena persona. ¿Eres Carlos, verdad?, le dije. Y tú eres, Alberto, contestó, y agregó con un tono que a mí me pareció de una dulzura entrañable: me acuerdo mucho de vosotros. Sentí una intensa emoción por dentro. Y me pregunto: ¿cómo es posible que después de tres décadas llegue desde el fondo de nuestro espíritu ese aire de cotidianidad, de cercanía? ¿Cómo guarda nuestra alma en insondables rincones de aterciopelado afecto la memoria de una mirada, un gesto, el contacto silencioso, la cháchara trivial de unos ocasionales amigos con los que apenas convivimos brevemente algo más de un año?
Azucena, la emprendedora y animosa Azucena, me había localizado meses atrás a través de unas fotografías de aquella época que yo había colgado en mis páginas del Picasa. Fue el desencadenante de otros muchos encuentros, el milagro de Internet, a través del Facebook, consiguió en pocos días recomponer un largo cuadro de personas que empezaron a salir de las rendijas de la memoria y a cobrar vida con una inusitada viveza; unos nombres llamaban a otros, unos rostros sugerían a sus concomitantes; una noche de farra en la terraza de la casa-escuela frente al fuego de la chimenea, llamaba a otras caras, a otras situaciones; la imagen de los alumnos de la escuela vestidos de faena para lijar y pintar las paredes de la escuela, que estaba en un calamitoso estado, desencadenaban ratos de excursión más allá de los altos prados de Fuelgueravicha; me vino, como envuelto en un cuento de hadas, el recuerdo de mis largas caminatas por el esplendor dorado de los hayedos del Narcea; bailaron en mi memoria nombres olvidados: Casa Xuacón, Casa de la Carril, Casa Marrón, Casa Funsiquín, la Casona... Me llegó el olor del heno recién cortado, la mortecina luz de una farola que con su sombrero de chapa alumbraba la nada neblinosa de la noche gedrezana antes de dormirme; mis trabajos de picapedrero, bajo la intensa lluvia de octubre, para ganar para el patio de la escuela unos metros que convertir acaso en campo de voleibol o baloncesto; en fin las largas horas del aula, aula fría hasta unos límites insospechados que nos obligaba a trabajar con abrigo, las manos ateridas hasta el punto de tener que cerrar la escuela esperando que los responsables de la administración llegaran a interesarse por el estado primitivo y lastimoso de la escuela; me llegó el encuentro con la gente joven del valle, las largas tertulias, la música, alguna pequeña fiesta que no era raro se demorara hasta la hora del alba.
Le había puesto pegas a Azucena cuando me invitó a montar una exposición de mis fotografías de entonces para la inauguración de su local; uno es tímido y no muy aficionado a las aglomeraciones, pero el caso es que después me fui animando, me picó la curiosidad de saber cómo podía ser un encuentro con el pasado, con ese montón de personas que no había vuelto a ver en treinta años y que dormían en mi memoria en un remoto espacio en donde la mina y las vacas constituían un alto porcentaje de una realidad cerrada a cal y canto al exterior. Mientras tanto el Facebook había logrado el milagro de los reencuentros, alguien abrió un perfil denominado Fotos antiguas de Gedrez, creo que Maria José y Clara, y allí fue a parar una buena colección de fotografías que pronto fueron un reclamo para resucitar recuerdos de aquella época y nuevos reencuentros a través del ciberespacio.
La inauguración tuvo lugar el pasado fin de semana. Fue algo difícil de contar para mí; tanta gente que salía de la oscuridad del tiempo, que se acercaba a nosotros, que mis ojos escudriñaban buscando el doble que mi memoria guardaba, hasta que se hacía la luz a través de un gesto, el rictus de la boca, la viveza de unos ojos, y recordaba entonces... La entrañable acogida de Segundo y Maite y nuestras largas charlas posteriores hasta que la madrugada nos llamó al sueño; el alborozo parlanchín de Esther y Carlos, nuestros antiguos vecinos de Casa Coronel; la rotundidad y la sólida disposición amistosa de Sumil, aquel antiguo apache de larga cabellera que arrasaba el valle treinta años atrás y que ahora lucía una atractiva barba cana y un fornido cuerpo de marino; la tímida mirada de Toño, la acogedora sonrisa de Jose, nuestro Josín de cuando era un crío, ese retrato que lleva treinta años colgado en nuestra sala de estar en El Chorrillo; aquel guaperas que era el Agripino del barrio bajo la escuela; la tan afable y cariñosa compañía de Leonor y Pepe, los padres de Azucena; la simpática Noe que estaba aprendiendo el oficio de camarera y que nos prometió que cuando fuéramos la próxima vez seguro que iba a ser capaz de llevar diez platos sobre los brazos, uno al lado del otro; Raúl el cocinero que alimentó nuestra estancia con sabrosos platos; el encuentro con Mari Carmen tan poco cambiada, tal como si nos hubiéramos despedidos hace unos días; y qué decir de Luciano, el guapo tiarrón de habla espesa y amistosa con quien tan bien nos sentimos recordando viejas historias del final de los setenta; todos con hijos grandes que andan con por las universidades de León u Oviedo, pero tan cercanos a su tierra, este increíblemente y hermoso valle por el que discurre el Narcea; el encuentro con Nieves y Luis, al que entonces llamábamos Primavera; la agradable conversación con Pedro Pereira, el encuentro con su música (si lees estas líneas, gracias, Pedro, por esos dos discos que no tuve oportunidad de agradecerte); y tantos otros con los que charlamos y rememoramos viejas historias hasta pasada la medianoche. Un recuerdo también para María José y Laureano con los que nos encontramos al día siguiente después de nuestro paseo por los hayedos de Monasterio, ese admirable entusiasmo por la tierra y por las gentes de su aldea; María José a la que recordaba corriendo camino de Jalón, y a Laureano que aparecía en una de nuestras fotos en sepia con su familia como representación de un daguerrotipo de la época. Y hablando de fotos, gracias a Jaime por el ajuste de las fotografías, que quedaron francamente bien después de andar arrumbadas durante tantos años en algún polvoriento álbum.
Hoy, ya a algunos días de nuestra visita al pasado, saboreo con gusto el aroma que todos estos amigos, todos estos rostros me han dejado; especulo, pienso, me digo que debo salir de mi burbuja de jabón, despabilar mi pereza y mi timidez, y visitar otros lugares, otras gentes más allá de mis consabidos caminos, de mis viajes. Sentirse acogido es una buena cosa, una bonita experiencia que en esta ocasión debo agradecer muy de veras a todos cuantos tuvimos la oportunidad de saludar . De momento ya he retomado la lectura de mi libro Las hojas se volverán ásperas, que recoge parcialmente parcelas del pasado que viví en Gedrez; un modo de estimular el recuerdo, que junto a los encuentros tenidos estos días, siguen ejerciendo sobre mí el efecto balsámico de una caricia.
Gracias, Azucena; gracias a todos por vuestra acogida.
La pasión de los bolos

Poco antes de llegar a Gedrez, el embalse de Barrios de Luna