Quiéreme, le decimos continuamente al mundo, acéptame, hazme un hueco en tu corazón; y en nuestro fuero más interno deseamos recibir como un eco la respuesta esperada: te quiero, te quiero, te quiero, te quiero... Franca realidad que humaniza con griterío de arroyo cercano nuestra indeclinable individualismo, la soberbia de ser y estar en cualquiera de los pódiums (plural podia, Wikipedia dixit) que nuestra sociedad pone a disposición de las afanosas necesidades de sus ciudadanos.
Esa necesidad que busca sutilmente entre los recovecos de la vida diaria para hacer posible la presencia del reconocimiento de los otros; aunque sea lejano, anónimo. Nos comportamos, acaso con más razón cuando nuestra sociabilidad adolece de fluidez, como si la apreciación del prójimo fuera pieza fundamental en nuestro rompecabezas de necesidades y afectos. Y debe de tener mucha fuerza en el individuo, porque es sorprendente como apenas nos descuidamos nos encontramos fraguando interiormente alguna sofisticada y encubierta manera de hacernos presentes en el ánimo de unos u otros. ¿Los caminos que utiliza nuestro yo para buscar ese hueco en el entorno humano que nos rodea? Miro la portada de El País, pongamos por caso, y me encuentro todos los días la imagen de Iñaqui Gabilondo encabezando el arma justiciera de los que intentan poner orden en el mundo mediante la palabra, palabras de jubilado, de hombre que no puede prescindir de decir la palabra que cada mañana durante décadas surcaba el aire para llegar a millares de radioyentes; si intentar comprender la realidad es uno de los impulsos más notorios del hombre, al igual que su voluntad de querer transformarla, no parece que, sin embargo, ambas cosas caminen solas. Es tan notorio esa necesidad, esa ansia interna de reconocimiento, que es casi imposible imaginar que aquellos otros impulsos estén ayunos de ésta. Hombres notorios como Goethe, que aparentemente ya tenía ganado todo el mayor reconocimiento que era posible en su época, violenta la autoría de unos poemas excelentes en Poemas del diván de Oriente y Occidente, acaso los mejores de su producción, relata Claudio Magris, haciendo pasar por propios los versos de su amante Marianne von Willemer. El caso Rodin es similar en relación a su amante Camille Claudel, el miedo a que ella le hiciera sombra hace de él un maestro despótico dispuesto a sumergir en la sombra a cualquier precio a una artista cuya calidad artística no estaba a la zaga del afamado Rodin. Podrían llenarse libros enteros con ejemplos similares. Es admirable la cantidad de energía que han consumido y que consumen los famosos por gozar de la admiración de su público, que consumimos acaso los hombres y mujeres de la calle por gozar de la calurosa acogida de seres cercanos.
Por demás, la locura de perseguir la notoriedad, la primera página en los periódicos es materia más que cotidiana. Le pasa a Garzón, lo que no merma en absoluto sus méritos, ya que también es verdad que la importancia de los hechos, reales y determinantes, se quiera o no, han de ir acompañando en los medios de comunicación a los sujetos que los lideran y con ello sirviendo tanto al bien general como a la más escondida y sutil necesidad propia; y me imagino que le sucede a Gabilondo. No hablo, claro, y al menos siempre, de una búsqueda intencionada; me interesa más bien eso que trabaja en nosotros desde el fondo de la sala de máquinas sin que nosotros nos apercibamos en una primera instancia de ello: lo que nos mueve de aquí para allá. Miro el rostro de este hombre con el aspecto de quien asumió desde muchos años atrás la defensa de una verdad acorde con el bien general, adusto, serio, convencido, un ejemplo que acaso no debiera presentar dudas sobre la intención de su trabajo, y, a la luz de las ideas anteriores, me entra una enorme curiosidad por saber qué en su actuación pertenece a Dios y qué al César. No podemos negar a las personas su voluntad de mejorar el mundo, pero sospecho que conocer mejor los hilos que mueven la complejidad de nuestras disposiciones nos ayudaría mucho a comprender ese mundo en el que nos movemos, esa otra imperiosa necesidad que se mueve dentro de nosotros. Conceder a los políticos una credibilidad medianamente aceptable en las intenciones que mueven su actuación pública, es ya una una ingenuidad particularmente pueril, no es sólo ya que amen el poder con fuerza inusitada, el poder y el dinero, su amigo del alma, sino que es muy probable que una parte notoria de su intencionalidad esté en ese eje esencial que busca de nosotros no sólo gozar del respaldo del grupo, sino también liderarlo.
Cuando el señor Zapatero dice que su objetivo esencial es España y después el PSOE, en ese orden, asegura, probablemente da por sentado que a este doble cometido le precede otro más imperativo, su propia persona. Hace unos meses; una entrevista de Juan José Millás a Felipe González. Llamaba la atención como éste se desvivía por ofrecer una imagen de honestidad, de desapego al dinero, de buen hacer. Para conseguir el aprecio de los además, la notoriedad en determinados círculos, no sólo es necesario estar, queremos aparecer con una imagen, con un perfil que satisfaga nuestro fuero interno. Y así Felipe González presumía entonces de no tener casa, de no tener apenas dinero, de tener que usar el taller de un amigo para alguno de sus hobbies; era la imagen querida del socialista dedicado por entero a los otros, a mejorar la sociedad; desinteresado, austero, con un sueldo que apenas le daba para sufragar sus gastos más comunes. Dos meses más tarde aparece en la prensa que el señor González era desde unos meses anteriores a la entrevista consejero de Gas Madrid, junto a su ex-ministro Narcis Serra, y que su sueldo ascendía a la millonaria cantidad de doscientas y pico mil euros anuales, aproximadamente el doble de lo que cobra el actual presidente de gobierno. El esfuerzo que hace este hombre para satisfacer esa necesidad de acogida y afecto por parte de sus admiradores es notorio, a juzgar por la diferencia que hay entre la imagen que él desea dar de sí y aquella otra que produce la realidad monda y lironda de la gente apegada al dinero y a los oropeles. Por demás, con un sueldo así ¿quién tendría la cara dura de querer seguir apareciendo como un líder del socialismo nacional? Necesito que me ames y para ello me doy a ti, adorno mi persona, la doto de honestidad impecable, la maquillo. Quiéreme, por favor.
Queredme, les decimos continuamente a los otros; necesito tu reconocimiento, tu aceptación; necesito comer, pero tanto como ello necesito que me tengas en cuenta en un rinconcito de tu corazón.
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