El Chorrillo, 09/05/11
¿Quien sabe realmente por qué escalamos montaña, hacemos largos caminos, escribimos, nos enamoramos, nos empeñamos con todas nuestras fuerzas en un proyecto? Así, a priori, solemos encontrarle explicación a todo, o más bien improvisamos explicaciones que por mor de su reiteración en el tiempo, por costumbre, adquieren una verosimitud que puede estar muy lejos de la verdad. ¿Por qué tantas cosas? Es bastante obvio que muchos porqués tienen su explicación en necesidades básicas que alguna codificación genética almacenó en nuestro cuerpo a fin de que podamos conservar la vida y ésta a su vez pueda reproducirse; pero fuera de ahí y en un sistema mucho más desarrollado, ya no es tan fácil determinar en ocasiones los porqués.
Hoy estaba solo en casa y después de un largo día de lectura bajo los árboles, me fui a dar un largo paseo por los cerros que se extienden frente a mi casa; las espigas se balanceaban descollando suavemente sobre el tapiz verde que se extendía en las laderas de las lomas. Cuando el sol estaba a punto de desaparecer tras la sierra de Gredos, en el cielo quedaron suspensas las nubes vistiendo el suave y palido tul con que el día decía su adiós desde las brasas del poniente. Sobresalían luminosas sobre un trigal al que ya parcialmente la noche había envuelto entre sus brazos. Fue contemplando ese breve fulgor del final de la jornada que pensé en estas cosas. Cuando estoy solo en casa me vuelvo más filosófico, siempre hay un momento en que entre mis lecturas o mis paseos asoma la nariz alguna cuestión que se rebela contra el corsé en que solemos encerrar demasiado ligeramente nuestras respuestas; ese tipo de respuestas que inventamos a posteriori cuando un proyecto, un deseo se nos impone con una fuerza un tanto particular y tratamos de buscar explicación para nosotros o para otros.
Un ejemplo de esto me surge precisamente con la escritura de estas líneas. No hace menos de media hora especulaba con la posibilidad de dejar el ordenador en casa en mi próximo viaje a Ibiza, el próximo jueves, otra larga caminata alrededor de la isla; también pensé en dejar la cámara fotográfica: ver qué tal me iba así y de paso olvidarme de esa necesidad que a veces me persigue de dejar por escrito lo que me viene al caletre. Volví del paseo y me refugié en la oscuridad de la parcela, estos días visitada por un aburrido pájaro que se pasa la noche emitiendo un piiiii insistente y reiterativo, y seguí con mis divagaciones: pensé que por demás, de llevarlas a efecto, me quitaba no menos de dos kilos de encima. Total, que me levanto, me doy un paseo y cuando paso junto a la cabaña, ni corto ni perezoso agarro el portátil, enciendo la farola y me voy con una silla bajo su halo de luz a darle a las teclas. ¿Se ha visto cosa más informal que ésta? Uno debería ser un poco más serio con lo que piensa y si estás cavilando dejar de escribir, pues lo dejas; digo yo, ¿no? Si ya me estaba disponiendo a marcharme con lo mínimo indispensable, abandonando las ganas de escribir a su suerte, en el limbo de mi casa, ¿a qué viene este repentino agarrarse al portátil y ponerse a darle a las teclas?
Obviamente aquí, en ese castillo que es mi yo, no mando yo. Hace un tiempo largo me dio por hablar de los enanitos que tenemos dentro, que, callados y silenciosos, como buenos habitantes de las entrañas de un bosque, obran por nosotros haciéndonos creer, como si de pequeñas criaturas se tratara, que los que decidimos sobre nuestros propios actos somos nosotros, cuando en realidad los que deciden, en un importante número de situaciones, son ellos. Sí, nuestra particular y personal cuadrilla de enanitos, a los que un personaje de Joseph Conrad no dudaría en llamar con palabras más sesudas, nuestro ser interior. Enanitos desconocidos, recónditos, enamoradizos, terriblemente rencorosos a veces, enanitos aficionados al mar o a las montañas, enanitos que de golpe y porrazo y sin venir a cuento se arrancan con unos hermosos versos, enanitos inspirados que nos regalan el cuerpo de una moza en un paraje solitario del monte, enanitos que continuamente contradicen nuestras determinaciones y se aferran apasionadamente a un amor perdido, enanitos que inesperadamente hacen que se nos humedezcan los ojos.
Me digo que, bueno, que aunque uno no sea ese uno mandón, responsable y racionalizador que aparentamos ser en nuestra vida social, porque al final quien se lleva el gato al agua son los dichosos enanitos, no está del todo mal. Más, tengo la impresión de que ellos, si sabemos escucharles, conocen mucho mejor nuestras necesidades esenciales que nosotros mismos. Claro, sí, hay que repetirlo, haciendo el esfuerzo de escucharles, cosa que acaso no sea moco de pavo.
Quizás así las preguntas que me hacía al principio sean inútiles, no tengan respuesta, y así sólo seamos el objeto de sus caprichos. Benditos caprichos, por otra parte, cuando hacerles caso contra viento y marea nos proporciona alegría, placer, un gustillo un tanto especial.
Es obvio que a un enanito se debe la responsabilidad de estas líneas. Gracias, quien quiera que seas.
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