Mi culebra y el autor de ¡Indignaos!

Hoy, dos hechos corriente de la vida diaria me hace reflexionar sobre lo mucho que un espíritu algo quejoso con las contrariedades de la vida debe aprender. Y no es que las contrariedades sean pocas en un mundo en donde los aprovechados, los cretinos, los mentirosos, los corruptos, los vendedores de viento, que decía hoy en una entrevista Charles Ferguson, el director del Oscar por Inside job, el reciente documental sobre la crisis, hacen que uno se sienta en las cercanías del vómito: todos esos que desconociendo que se tienen que morir, importándoles un pimiento los sufrimientos que sus actos van a generar: banqueros, magnates de las grandes empresas, políticos con escasa o mala conciencia moral, han transformado últimamente el mundo en un espacio en donde la inquietud se ha convertido en inquilina habitual de millones de hogares; no es que las contrariedades sean pocas si, además, de todo lo anterior, contamos con aquellas otras meramente personales relacionadas con las pequeñas frustraciones de las que nadie puede escabullirse. Enfrentar todo este arsenal, porque de arsenal en trance de explosión a veces se trata, requiere una disposición y un estado de ánimo que no siempre tenemos a nuestra disposición. 

 

El primero de estos hechos sucedió esta mañana poco después del desayuno. Iba a buscar una herramienta y pasé cerca de la depuradora de la piscina que en ese momento estaba en funcionamiento. En el filtro me llamó la atención algo alargado, como una cuerda, dando vueltas arriba y abajo entre las hojas secas. Paré la depuradora, quité la tapa del filtro y me encontré que lo que allí había era una culebra de palmo y medio, naturalmente muerta después de haber atravesado milagrosamente el skimer y su filtro, recorrido por la atracción de la bomba cincuenta o sesenta metros de tubería de pulgada y media y haber estado dando vueltas sumergida en el agua del filtro durante un tiempo indeterminado. La cogí de la cola, la extendí sobre el suelo de hormigón y la miré; me daba lástima, era una de esas que algún año atrás venía a comer al porche en donde la alimentamos durante una larga temporada; sabíamos que la culebra se escondía entre las cañas índicas, entonces antes de ponernos a comer nosotros, poníamos patatas, carne o lo que hubiera ese día en el extremo de un cucharón y ella salía diligente a zamparse su ración. Podría decirse que comía con nosotros. 

  
No, la cosa no llegaba a que lo hiciera en nuestra propia mesa, que hubiera sido una cosa simpática. Era de la misma especie que el año pasado sorprendí y fotografié en el entrañable acto ritual del apareamiento. Estaba recorriendo con el dedo su dorso, cuando me pareció que había movido la cabeza. Sí, la movía, poco pero se movía. Cuando un rato después volví a darme una vuelta por la depuradora, la culebra hacía estiramientos, se desperezaba, volvía lentamente a la vida. Después de dejarse fotografiar me dijo adiós, bajó unos escalones y se metió entre la vegetación deslizándose con la elegancia propia de todos los seres de su especie. Nada más que un susto, ya estaba de nuevo en el círculo de sus preocupaciones diarias. Nuestra capacidad para enfrentarnos a las dificultades y superarlas. Sin aspavientos, con la mayor naturalidad del mundo. Y salir después a vivir, que es de lo que se trata.

El segundo hecho es una entrevista que leí en el periódico. Se trataba de Stéphane Hessel, el autor de ese libro que ha producido el milagro de la acampada de Sol y de tantas otras plazas de España: ¡Indignaos! Noventa y tres años. Era un balsámico leer las palabras de este hombre (hoy su rostro me recordaba aquella otra imagen de Berlanga, un vídeo en el que pocos días antes de su muerte promocionaba las pastillas contra el dolor ajeno de Médicos sin fronteras; esa irredenta pasión por llevar un poco de alivio a aquellos que lo necesitan, aunque uno esté ya mismo al borde del abismo, de la nada). Hacer posible una indignación de la magnitud actual, hacer posible que nuestro escepticismo se tambalee y podamos volver a mirar la vida a través de ese hilo de esperanza que nos dice que no, que no estamos destinados a convertirnos en momias, en rebaño; la simple posibilidad de saber que podremos recobrar nuestra capacidad de pensar y expresarnos, pese a que la mayoría siga erre que erre los dictados de esos dos endogámicos salvadores de la patria de la cartelera electoral. Todo un milagro.

Un milagro como la resurrección de mi culebra, y una gran esperanza que para mí no es tanto hoy el movimiento de nuestras plazas como conocer que la vida puede dar mucho más de sí de lo que el desánimo o los años nos inducen a acatar. Aparte del escenario económico y político, eso, cuando uno se hace achacoso, cuando el desánimo cunde, cuando miramos los años como una trampa en donde los desarreglos, la artrosis, o la alarmante pérdida de memoria pueden llegar a hacer tambalear la confianza en nosotros mismos... entonces, leer a Hessel, mirar su rostro, admirar su inteligencia, y adivinar en su mirada la portentosa fuerza vital, su sosegado compromiso con una realidad necesitada a toda costa de ser transformada, parece como un hecho que hace ineludible nuestro compromiso, nuestro deber. Esa necesidad de mantenernos en forma, de poner al día nuestras ilusiones, nuestras capacidades, ese la vida es militar, que citaba Montagne de algún clásico.

Vamos, que contemplar la paciente resurrección de la culebra, su esfuerzo por continuar viviendo y leer después las palabras de Stéphane Hessel me dejaron el ánimo reconfortante y fresco como una lechuga. 






 

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