Hoy es el último día de un largo caminar por la isla de La Palma.
No siempre, pero sí me sucede con alguna frecuencia cuando termino un largo peregrinaje, viaje o largo recorrido a pie, que en sus postrimerías, un hotel, un camping en donde me repongo, un lugar apartado pero ya en el final de la aventura, ese último día en que no queda otra cosa que esperar un avión, un tren, un barco, caiga en un estado de ensimismamiento que me lleve a rehacer la memoria de un recorrido, un largo viaje. En Delhi me tocó una vez esperar durante dos días ese avión que no llegaba, pues bien, durante todo ese tiempo no pude hacer otra cosa que huir del presente, una veces rehaciendo día a día mi primer contacto con aquel país, en otras deseando ver a los míos tras mi larga ausencia. Fue una espera realmente tensa y llena del deseo del regreso y de las vivas imágenes que dejan las calles de la India en el viajero asombrado. En Calgary, después de viajar durante dos largos meses por Canadá y Alaska, caímos en un camping en el que apenas pude conciliar el sueño en toda la noche abstraído en la memoria de los miles de kilómetros que habíamos recorrido, en los parques nacionales, en el McKinley, en el largo trayecto por el río Makenzie, en el corto vuelo al océano Glaciar Ártico sobre el universo de la desembocadura del gran río. Una película interminable que transcurría en el silencio de un abetal mientras esperábamos el vuelo que nos devolviera a casa.
Hoy sucedió algo parecido, aunque a menor escala. Apenas habían transcurrido diez días desde que partiera de esta misma ciudad en dirección sur, pero había tomado mi habitación en un agradable lugar de la calle Real, Pensión la Cubana, un viejo edificio lleno de encanto, y sin nada que hacer me tumbé en la cama. De la calle llegaban las voces de los clientes de la cafetería, de los niños. Nada que hacer, esperar tan solo. Un dulce momento para el recuerdo, para reemprender la memoria del camino, la ruta de los Volcanes, la salvaje magnificencia de Taburiente, el desmesurado barranco de las Angustias, todo aquel vergel de los barrancos del oeste, del norte de la isla; las cruces de los caminos, las casas, llenas sus fachadas y sus accesos de flores, y luego el mar, siempre el mar como decorado de fondo de este camino quebrado y lleno de sorpresas.
Y junto a la memoria la presencia del cuerpo, tendido sobre la cama, relajado, lleno también él del placer de las distancias acumuladas, de la tersura de los músculos, de esa fuerza que todavía es capaz de experimentar y que llegado a puerto se convierte en agradable autopresencia.
Hoy he mirado el periódico, ayer también vi algunas noticias en la televisión mientras comía. ¿Cómo no me voy a sentir solidarizado con lo que pasa en el mundo, y esencialmente con ese mundo que trata de llevar un poco de justicia allá donde la depravación o la corrupción se ha hecho con el poder político o económico? Me siento solidario, pero hoy es como si todavía no hubiera terminado de salir de ese otro mundo en donde sus componentes, el agua, el sol, la salvaje naturaleza, las hormigas, los pájaros, las gaviotas, forman un todo en sí mismo capaz de mantenerse al margen de lo que sucede en esa otra parte del mundo civilizado, en donde una de sus partes, el homo sapiens, absorto en cuitas y en sus deseos a veces desmesurados, vive una vida un tanto loca.
Cuando uno encuentra sumo placer en una vida elemental, ésta sin más de caminar durante muchos días durmiendo allá donde pilla la noche y viviendo en la exclusiva compañía de lo que crece en el monte o en los barrancos, las cosas del mundo exterior terminan por parecer un tanto excéntricas. Las jornadas de trabajo y su desmesura, los exiguos periodos vacacionales, nuestro empeño en tener muchas más cosas de las que necesitamos... Acaso todo esto sea un ramplón lugar común, pero aún así nadie se puede substraer a su verdad. Hemos organizado un tipo de sociedad y de vida en la que parece no ser posible otra cosa que lo que hay; una sociedad que no se plantea, por ejemplo, una drástica reducción de las horas de trabajo, con la consiguiente disponibilidad de tiempo para uno mismo, que no tiene en cuenta la extrema pequeñez del tiempo de una vida que debería ser para vivirla con la mayor plenitud posible, plenitud que acaso no consista en disfrutar de grandes casas o coches, o... o... Tiempo para vivir, para vivir con la sencillez de la autoconciencia, sin necesidad de que se nos vaya la mayor parte de nuestras energías en el parloteo inútil con aquello que es ajeno a nuestra interioridad.
Es curiosísimo que cuando se hace prospectiva sólo se nos ocurra que hay que retrasar la jubilación, que ninguna mente brillante apueste por reducir la jornada de trabajo y repartir así el empleo; que nadie se atreva a apostar por una forma de vida de mayor calidad, más centrada en el individuo, en sus intereses personales. Es obvio que quienes organizan el mundo n0 tienen interés en estas cosas, están pendientes de eso que llaman ridículamente progreso y que no es otra cosa que la continua acumulación. ¿Acumulación para qué y para quién?
Yo hace ya años que no trabajo, por eso, quizás, tenga más perspectiva sobre estas cosas; a cada momento me encuentro con el asombro de esa maravilla que es tener todo el tiempo del mundo para mí mismo, y cada vez que ello sucede no me cabe pensar otra cosa que afirmar que el mundo está loco por no intentar organizar la sociedad de otra manera. Esta posibilidad de poder acumular en vez de bienes o dinero, ir sumando retazos de vida, recuerdos vivos, proyectos personales, algo que nos haga mirar hacia atrás con cariño, con cierto orgullo, con agradecimiento.
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