Para la Gorda, en recuerdo de nuestros descontextuados argumentos.
-¿Es que quieres volver a casa en patera? -le dice su papá a la nena de al lado que anda algo alborotada.
-No -contesta ella.
-Pues entonces pórtate bien.
Oigo estas palabras mientras se hacen los preparativos del despegue. Antes se asustaba a los nenes con la amenaza de la bruja o del lobo feroz; hoy, sin embargo, este papá utiliza una imagen que está en la mente de todos, una pesadilla para todo bienpensante que se precie: ¿Es que quieres vover a casa en patera?
No es que el padre crea que su hija pequeña comprenda la expresión, es la impresión que me hacen estas palabras dirigidas a un ser que apenas lleva tres años viviendo, que me hacen oídas en esta parte del mundo donde las llegadas de las pateras han sido tan frecuentes; la impresión referida a ese otro mundo cuya desesperación concluye embarcándoles en una patera para tratar de sobrevivir.
Hace un mes, dos, en la primera página de El País, aunque en un muy segundo plano, se acusaba a la OTAN de haber dejado perecer a sesenta y tantas personas amontonadas en una patera que navegaba en las cercanías de la isla de Malta. Esa gente que como la peste arriba a nuestras pulidas costas y que vemos en la televisión como indeseables posibles competidores de nuestro bienestar económico.
Triste condición la del ser humano que, refugiado en su burbuja de bienestar deja perecer hombres, niños, mujeres en un mar esos día totalmente controlado por las fuerzas de la OTAN que vigilaban estrechamente sus intereses petrolíferos en manos de Gadafi. Ese cinismo que apela a invocar la necesidad de una democracia en Libia como subterfugio para arrasar un país si fuera necesario a la conveniencia de los intereses económicos de los países integrantes de la OTAN.
-¿Es que quieres volver a casa en patera?
¡Dios santo, qué seguros nos sentimos dentro de nuestra piel de ciudadanos pertenecientes al mundo más desarrollado! Y cómo defendemos ese supuesto derecho con la fiereza de la xenofobia, de la indiferencia, del desprecio. La ley de la selva es probablemente la ley más antigua del universo, sea en este mismo instante en que el Tribunal Constitucional acusa los síntomas de una vieja enfermedad en donde en la república de los ratones los gatos negros y blancos, ahora el PP y el PSOE, son los que controlan directa o indirectamente el sistema judicial, sea en la manera en cómo el poder político depende a su vez tan lastimosamente del poder económico. La ley de la selva siempre, sin paliativos. Hojeemos los libros de historia, la historia de los imperios, la esquilmación por los países ahora desarrollados de aquellos otros continentes ahora llamados subdesarrollados, la manera en cómo se enquista desde los medios en el cerebro de la ignorancia la inquina contra todos aquellos, que viniendo del “otro mundo” pueden poner en peligro un puesto de trabajo. La misma ley a distintas escalas para todos.
Y menos mal que también hay gente diferente que se comporta y ve el mundo de diferente manera, gente solidaria en la que, frente a la bazofia de los que tanto saben y acumulan, todavía podremos poner nuestra confianza en un mundo mejor. Hace no mucho dejé sin terminar un libro que se titulaba precisamente En busca de un mundo mejor (Popper), probablemente un título puesto por la editorial a una colección de conferencias del autor, en donde hasta donde yo leí, era difícil encontrar su vinculación con el título. El mundo quizás sea mucho más complejo de lo que análisis de la calle pueden augurar, pero con frecuencia la incomodidad que se siente por el hecho de no poder articular un número suficiente de variables que den soluciones a problemas sociales, políticos o económicos, no quiere decir que tengamos que dar continuamente la razón a esa ley de la selva que controla el mundo. Ayer en la prensa leía un artículo titulado La ignorancia de los indignados. El autor hacía defensa de éstos frente a algunas tertulias matinales de la radio en donde “entendidos y profesionales de la cosa”, tomaban a broma el movimiento 15-M. No tengo datos suficientes, pero me inclino a dejar las razones a un lado, también los sesudos libros como el de Popper o los argumentos de los “entendidos” para gritar el derecho de la indignación, la indignación por los desmanes evidentes de quienes ostentan el poder político o económico, la indignación por el hecho de que las fuerzas de la OTAN dejen morir impúnemente a ciudadanos “del otro mundo” en una patera a la deriva en el Mediterráneo. La indignación no nace en el neocortex, no es algo que necesite de excesivos argumentos, la indignación nace de la evidencia de la manipulación, de la evidencia de la injusticia, de la violencia más abstrusa contra la lógica de una moral que no admite sutilezas ni interpretaciones embaucadoras.
Escribo junto a la ventanilla por donde atraviesa un océano azul fundido más allá del horizonte en una franja de ceniza clara. Vuelvo a casa. Recupero mi contacto con otra cotidianidad tras semana y media de aislamiento entre los barrancos de La Palma. Y junto a ese punto de emoción que me embargaba esta mañana en el pequeño avión que me llevaba desde Sta. Cruz de la Palma a Gran Canaria, veo aparecer estas otras emociones, que surgen de la voz de un pasajero que tratando de que su hija se porte adecuadamente la amenaza con esa frase: ¿Es que quieres volver a casa en patera?
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