
Es una mañana temprana de
primavera. En Atocha una mujer mayor, pequeña y algo cargada de
espaldas se dirige regocijada a una empleada de Renfe: ¿Ha visto qué
mañana tan bonita?, tan expresivamente se lo dice que a la empleada
se le pinta en el rostro una agradable sonrisa. Paso junto a la verja
del Jardín Botánico. También podría haber elegido las sombras de
sus árboles esta mañana, un lugar para esconderme y reflexionar,
pero no, sigo adelante. Hoy me siento impelido a deambular por el
museo del Prado, quiero el contacto con el mundo visionario de la
última época de la vida de Goya. Paso frente a los grotescos
rostros de los aldeanos del Aquelarre, los enajenados de la Romería
de San Isidro, y mientras observo este cuadro, por el rabillo del ojo
descubro al fondo de la sala el lienzo más enigmático y sugestivo
del lugar, un viejo conocido, El perro semihundido. Siempre
me produjo un hilo de angustia este cuadro, y más hoy, sensibilizado
como estoy por algún hecho penoso; más incluso que la
irracionalidad que se exhibe en el cuadro a la izquierda de este
último, donde dos brutos hundidos en la tierra hasta la rodilla
dirimen sus diferencias a garrotazos.
El
cuadro es una masa indefinida de colores, sienas, ocres, amarillos
terrosos; frente a la cabeza de un perro hundido en una ciénaga se
alza algo ineluctable que éste no comprende y que amenaza
fatídicamente su vida. Es sólo una cabeza de perro semihundida en
una masa de tierra que aparece a punto de tragarlo. El fatalismo le
ha sorprendido en alguna parte de su existencia. Es sólo un perro,
me vuelvo a decir, y sin embargo qué horror, que sentida empatía
con aquel pequeño ser que no llega a comprender la desgracia en la
que está sumido.
La
culebra que me encontré días atrás caminando por Menorca, quizás
se encontraba en parecida situación; tan agresiva era su actitud que
cualquier aldeano que pasara por allí habría terminado con su vida
sin más contemplaciones aplastándole la cabeza con una roca. Sin
embargo, la serpiente, que me abría agresivamente sus fauces,
enseñaba sus dientes y arremetía contra la punta de mi bastón con
fiereza emitiendo un desafiante bufido, le plantaba cara al posible
agresor, no vivía la incertidumbre ni el fatalismo del perro; sabía
de donde le venía el peligro y se aprestaba a enfrentarlo, cosa que
no podía hacer el pobre can que no sabría dónde encontrar a su
agresor.
El
perro está desorientado, es pequeño, no sabe qué sucede a su
alrededor, el mundo se hunde bajo sus pies. Ni siquiera un cuadro
cercano, Los fusilamientos del 3 de mayo,
tiene la fuerza de este momento anímico tan demoledor. El gitano que
alza los brazos en alto frente a los fusiles de los soldados
franceses, tiene ante sí el horror consciente de su propia muerte,
algo terriblemente tangible y concreto. Los acontecimientos han
preparado este final irracional. En el perro no, en él su angustia
no tiene orilla; de la misma manera que sus patas no tocan fondo,
todo su ser se encuentra ocupado, atraído por un qué pasa, qué
sucede, mientras que siente cómo su cuerpo es succionado poco a poco
por el fondo de la ciénaga.
Pinturas,
expresión muda de la vida; sin interpretaciones, sin largos
discursos que avalen sus imágenes, sin sofisticadas razones que den
cuenta de los colores que recorren los lienzos a lo largo de los años
de su creación, sin añadir una coma a dispares rostros como los de
Carlos IV y la reina María Luisa, pero que en sí mismos hablan un
lenguaje tan claro y universal; el fatalismo desnudo que sorprende a
los humanos ante la terrible incomprensión de una existencia que se
extingue sobre un charco de sangre, que camina en la noche bajo el
yugo de la Inquisición o que se sustrae a la fuerza de poderes
esotéricos en el Aquelarre.
Me
duele la espalda y en el museo los bancos con respaldo no existen.
Pregunto a una celadora y ésta me señala su propio asiento por si
quiero usarlo, pero cuando le estoy diciendo que no parece recordar
uno; me indica el camino: sala central adelante, después sala 49 y
en ella, a la derecha, la sala 56b. Atravieso entre los turistas a la
sombra de los grandes lienzos de Rubens, de Tintoretto, encuentro la
sala indicada, subo unos escalones, tuerzo a la derecha, ya estoy en
la 56b. Me acomodo, mi espalda chilla menos así. Frente al asiento
se encuentra La Anunciación,
de Fra Angélico, y a la derecha otro antiguo amigo producto de la
lectura temprana del libro de Miguel D'Ors, Tres horas en
el Museo del Prado, El
tránsito de la Virgen, de
Mantegna. La suavidad pastel del cuadro de Fra Angélico, la postrada
humildad de la Virgen ante el ángel, me lleva a otro mundo donde los
hombres, depositando su voluntad y destino en Dios apenas debían de
tener margen para apreciar la conciencia de su propio yo. Abrumados
por el peso de la divinidad, Dios parecía correr con todos los
gastos. La angustia de la existencia quedaba diluida por obra y
gracia de la dejación de la propia voluntad en manos ajenas. El
hombre ha tratado de deshacerse durante toda la historia de la
humanidad del fatalismo, de la incertidumbre de la muerte, del acoso
de las sombras que pueblan la noche, sin embargo, ahí están éstas,
pese al Dios medieval y a los ángeles de Fra Angélico, ahí está
el desconcierto del perro de Goya, nadando en medio de su angustia,
sin referencias, sin hacer pie, sumido en el desasosiego.
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