Mañana de primavera en el Prado: Goya





Acabo de regresar de una de mis caminatas por el mundo. Me despierto en mi cabaña; enciendo el ordenador y, renuente, hago una lectura rápida de una carta que me espera desde hace días en la bandeja de entrada, un e-mail de alguien con quien cariñosamente disiento; siento que no voy a estar a gusto esta mañana en casa y decido de repente que tengo necesidad de ver pintura, la última etapa de Goya; desayuno; me siento en el coche, me dirijo a Humanes, tomo el cercanías.
Es una mañana temprana de primavera. En Atocha una mujer mayor, pequeña y algo cargada de espaldas se dirige regocijada a una empleada de Renfe: ¿Ha visto qué mañana tan bonita?, tan expresivamente se lo dice que a la empleada se le pinta en el rostro una agradable sonrisa. Paso junto a la verja del Jardín Botánico. También podría haber elegido las sombras de sus árboles esta mañana, un lugar para esconderme y reflexionar, pero no, sigo adelante. Hoy me siento impelido a deambular por el museo del Prado, quiero el contacto con el mundo visionario de la última época de la vida de Goya. Paso frente a los grotescos rostros de los aldeanos del Aquelarre, los enajenados de la Romería de San Isidro, y mientras observo este cuadro, por el rabillo del ojo descubro al fondo de la sala el lienzo más enigmático y sugestivo del lugar, un viejo conocido, El perro semihundido. Siempre me produjo un hilo de angustia este cuadro, y más hoy, sensibilizado como estoy por algún hecho penoso; más incluso que la irracionalidad que se exhibe en el cuadro a la izquierda de este último, donde dos brutos hundidos en la tierra hasta la rodilla dirimen sus diferencias a garrotazos.
El cuadro es una masa indefinida de colores, sienas, ocres, amarillos terrosos; frente a la cabeza de un perro hundido en una ciénaga se alza algo ineluctable que éste no comprende y que amenaza fatídicamente su vida. Es sólo una cabeza de perro semihundida en una masa de tierra que aparece a punto de tragarlo. El fatalismo le ha sorprendido en alguna parte de su existencia. Es sólo un perro, me vuelvo a decir, y sin embargo qué horror, que sentida empatía con aquel pequeño ser que no llega a comprender la desgracia en la que está sumido.
La culebra que me encontré días atrás caminando por Menorca, quizás se encontraba en parecida situación; tan agresiva era su actitud que cualquier aldeano que pasara por allí habría terminado con su vida sin más contemplaciones aplastándole la cabeza con una roca. Sin embargo, la serpiente, que me abría agresivamente sus fauces, enseñaba sus dientes y arremetía contra la punta de mi bastón con fiereza emitiendo un desafiante bufido, le plantaba cara al posible agresor, no vivía la incertidumbre ni el fatalismo del perro; sabía de donde le venía el peligro y se aprestaba a enfrentarlo, cosa que no podía hacer el pobre can que no sabría dónde encontrar a su agresor.
El perro está desorientado, es pequeño, no sabe qué sucede a su alrededor, el mundo se hunde bajo sus pies. Ni siquiera un cuadro cercano, Los fusilamientos del 3 de mayo, tiene la fuerza de este momento anímico tan demoledor. El gitano que alza los brazos en alto frente a los fusiles de los soldados franceses, tiene ante sí el horror consciente de su propia muerte, algo terriblemente tangible y concreto. Los acontecimientos han preparado este final irracional. En el perro no, en él su angustia no tiene orilla; de la misma manera que sus patas no tocan fondo, todo su ser se encuentra ocupado, atraído por un qué pasa, qué sucede, mientras que siente cómo su cuerpo es succionado poco a poco por el fondo de la ciénaga.
Pinturas, expresión muda de la vida; sin interpretaciones, sin largos discursos que avalen sus imágenes, sin sofisticadas razones que den cuenta de los colores que recorren los lienzos a lo largo de los años de su creación, sin añadir una coma a dispares rostros como los de Carlos IV y la reina María Luisa, pero que en sí mismos hablan un lenguaje tan claro y universal; el fatalismo desnudo que sorprende a los humanos ante la terrible incomprensión de una existencia que se extingue sobre un charco de sangre, que camina en la noche bajo el yugo de la Inquisición o que se sustrae a la fuerza de poderes esotéricos en el Aquelarre.
Me duele la espalda y en el museo los bancos con respaldo no existen. Pregunto a una celadora y ésta me señala su propio asiento por si quiero usarlo, pero cuando le estoy diciendo que no parece recordar uno; me indica el camino: sala central adelante, después sala 49 y en ella, a la derecha, la sala 56b. Atravieso entre los turistas a la sombra de los grandes lienzos de Rubens, de Tintoretto, encuentro la sala indicada, subo unos escalones, tuerzo a la derecha, ya estoy en la 56b. Me acomodo, mi espalda chilla menos así. Frente al asiento se encuentra La Anunciación, de Fra Angélico, y a la derecha otro antiguo amigo producto de la lectura temprana del libro de Miguel D'Ors, Tres horas en el Museo del Prado, El tránsito de la Virgen, de Mantegna. La suavidad pastel del cuadro de Fra Angélico, la postrada humildad de la Virgen ante el ángel, me lleva a otro mundo donde los hombres, depositando su voluntad y destino en Dios apenas debían de tener margen para apreciar la conciencia de su propio yo. Abrumados por el peso de la divinidad, Dios parecía correr con todos los gastos. La angustia de la existencia quedaba diluida por obra y gracia de la dejación de la propia voluntad en manos ajenas. El hombre ha tratado de deshacerse durante toda la historia de la humanidad del fatalismo, de la incertidumbre de la muerte, del acoso de las sombras que pueblan la noche, sin embargo, ahí están éstas, pese al Dios medieval y a los ángeles de Fra Angélico, ahí está el desconcierto del perro de Goya, nadando en medio de su angustia, sin referencias, sin hacer pie, sumido en el desasosiego.  

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