Las
cinco de la mañana. Hace fresco. El campo está solitario, huele a
cebada recién segada. Sobre el cielo del noroeste las tripas de las
nubes tienen el color cárdeno que proyectan las luces de la ciudad
cercana. Camino a buen ritmo, es el mismo recorrido que hacía a
diario años atrás, en los tiempos de los maratones, invierno y
verano corriendo en medio de la oscuridad antes de ir al trabajo;
aquellos recuerdos tan emotivos, tan llenos de vida, el cuerpo
enfrentado al frío y al calor, el sudor recorriendo toda mi piel,
los músculos en forma, obedientes, asumiendo con prontitud mi
demanda de esfuerzo. Las luces de los pueblos, siempre como
constelaciones sobre la mancha oscura de la noche en la línea del
horizonte. Siento la necesidad de correr pero me reprimo, mi rótula
exige mimos de hijo único.
El
camino es una franja lechosa en medio del campo
oloroso cubierto de rastrojos; las sombras de dispersos almendros
motean de negro el
paisaje del final de la noche. Ese dolor, que es la primera
referencia con la que me encuentro nada más sonar el despertador.
También en la madrugada mientras empiezo a subir la breve cuesta de
una loma; la familia, los hijos, el último reducto que nos protegerá
de la intemperie, allá donde volveremos siempre nuestros pasos
después de andar por el mundo prolongadamente, después de largas
aventuras, cuando se acaban los escarceos amorosos que nos llevaron a
visitar otras tierras, otros cuerpos; cuando los amigos se van y
nuestra soledad busca el refrigerio al final del día. Y sin embargo
cuánto dolor también en ella.
El
camino dobla a la derecha y baja encajonado por breves taludes de
tierra donde crecen almendros silvestres. El universo entero está
encima de mí, me rodea; yo, ínfimo, ni siquiera pizca de polvo en
este infinito mundo nocturno. El aire entra en mis pulmones despacio,
lo empujo hacia el abdomen, lo retengo allí brevemente, lo
visualizo, lo dejo escapar después despacio a través de las
bronquios, observo cómo llegan a mis fosas nasales; y enseguida el
breve apremio de mis pulmones aspirando con cierta avidez un pucho de
aire que inicia un nuevo ciclo.
El
cielo está encapotado, inusuales nubes ligeramente tintadas de ámbar
ocultan parcialmente las estrellas. El individuo diminuto centro del
universo. Ahora llueve, pequeñas gotas de agua despiertan sobre la
maleza el flujo oloroso de las gramíneas y los rastrojales. En un
instante el campo se ha llenado de resonancias nuevas, cruza el
camino una cortina de leve humedad que roza mi piel produciendo un
estremecimiento. Ahora hileras de olmos, viejos olmos, acompañan al
camino siguiendo el cauce que las aguas torrenciales abren sobre las
tierras de secano; ondulado, demorado sobre la ladera izquierda entre
las ratamas, manso de nuevo discurriendo en la oscuridad de la noche
acompañando a mis pensamientos.
Noche
liviana que empieza a clarear por levante, bajo las nubes bermejas
que guardan la ciudad. Y el sendero dobla bruscamente a la derecha
dispuesto a remontar la loma y cumplir la circularidad de mi caminata
matinal. La mañana bosteza ahora a mis espaldas, eleva sus alas
color ceniza hacia el cielo, la noche y el día se dan los buenos
días. El amarillo pálido del campo sale poco a poco del sopor del
sueño y va iluminando los surcos; huele a tomillo, el camino
zigzaguea entre las retamas, se alza sobre el lomo claro donde los
almendros dejan de ser fantasmas en sombras para adquirir el
semblante amable de habitantes solitarios que ponen aquí y allá
unas gotas de color en el árido paisaje agrícola. En la línea del
horizonte el sol está a punto de abrir su surco de luz a través de
un olivar. Amanece.
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