De
repente noto que algo me sube por ahí dentro acompañado de cierto
paisaje del pasado, no muy concreto, casi siempre algo escurridizo
que no se digna a dar su santo y seña del todo pero que yo reconozco
al instante como un agradable manantial llenando de frescor cualquier
momento inesperado del día. La vida anda por ahí dando vueltas por
los rincones del pasado como quien se pasea por el campo sin rumbo
fijo y de pronto descubre en una quebrada, en un recodo del sendero,
ese inconfundible perfume que algunos hechos van dejando dispersos en
la memoria, tomillo, hinojo, romero, lavanda, y en ese preciso
instante aquellas matas de cantueso que crecían en una ladera que
atravesaba mi camino en algún lugar ya olvidado, oloroso y al final
de un día caluroso, se convierten en suave y transparente deleite.
Ella nos visita, nos trae en bandeja de plata unas rodajas de sandía,
un té verde que tiene el mismo sabor que aquel otro al final de una
tarde extremadamente tibia mientras instalábamos nuestro vivac en
alguna parte del desierto. Y entonces levanto la cabeza y veo allá a
lo lejos ponerse el sol sobre los rastrojales.
Sucede
también de madrugada, con la luna llena tintando de claridad el
campo negro de la hora previa al amanecer. Una jornada más de
existencia, me digo. Luego, después del desayuno, leo una entrevista
a Ernesto Cardenal. A Ernesto Cardenal para quien Dios hace tiempo
que renunció a ser Dios, ya no le interesa más que el presente. Yo
todavía tengo que recordármelo todos los días con el gesto de
aquel monje budista que cuando se iba a la cama, sobre su mesilla
ponía un vaso bocabajo diciéndose así que todo había terminado, y
que a la mañana, cuando despertaba y descubría que estaba vivo daba
gracias por esas veinticuatro horas que se prolongaría su
existencia.
Antes
de ponerme a la tarea ordeno mis últimas fotos; hace unos días en
el zoo con mi nieta. Selecciono una que me gusta especialmente; en
ella, Niki, el gorila, un impresionante ejemplar que estuvo encerrado
durante muchos años en un garaje y que cura ahora su trauma en el
zoo de Madrid, posa de perfil frente a la mirada curiosa de Ainara.
La menudita Ainara queria a toda costa ver los gorilas, ya llevábamos
media mañana yendo de un lado para otro viendo animales, asistiendo
a la demostración de los leones marinos, después a la de los
delfines, y recorrido los caminos que llevaban a los elefantes y a las
jirafas, y al magnífico tigre blanco, y a los leones, y a los monos;
y cuando el sol daba de lleno sobre nuestras cabezas y su abuela y yo
habíamos sobrepasado hacía tiempo nuestra capacidad de resistencia,
ella todavía tiraba de nosotros camino de algún remoto lugar de
África o Asia, camino de los gorilas. De manera que llegamos a la
residencia de estos últimos. Gorka,
Malabo, Nadia, Niki y el bebé Banga
estaban entretenidos en ir recogiendo las manzanas que el cuidador
les tiraba desde lo alto de una roca. Niki andaba ensimismado
comiéndose los restos de una manzana junto al gran ventanal en que
hice posar a mi nieta. Niki no es que tuviera que recibir tratamiento
psicológico por su largo encerramiento, pero al pobre sí se le veía
cabizbajo, aislado en su rocódromo de cemento no parecía estar en
uno de sus mejores días, estaba humanamente tristón. Lo que había
detrás de los cristales parecía no existir para él. Pese a estar
rodeado todo el recinto por un pasillo acristalado, los gorilas no
mostraban en ningún momento apercibirse de la presencia de algunos
especímenes de homo
sapiens
que curioseaban tras los cristales cubiertos de llamativas ropas de
colorines. Banga intentaba desasirse de su madre, pero ésta no se
lo permitía, le agarraba del brazo y, con un gesto automático que
parecía repetir infinidad de veces a lo largo del día, se lo ponía
sobre el hombro; pero no duraba mucho allí, el pequeño enseguida
intentaba desasirse para corretear por los alrededores.
Mi
paseo en funciones de abuelo por el zoo había dejado en mí cierto
regusto de interrogantes. A lo largo y ancho del día nuestro cerebro
es golpeado, atravesado, rozado, acariciado por leves o ruidosas
sensaciones; en el zoo, al amanecer, cuando leemos el periódico y
recordamos la historia de Nicaragua o de Ernesto Cardenal, cuando
miras a tu nieta que observa entusiasmada bailar la rumba a un león
marino, cuando las olas rozan suaves tus pies o el aroma de un
recuerdo visita tu memoria. ¿Somos conscientes de este regalo? ¿Será
necesario recordar todavía a diario al señor Pessoa cuando decía
que las sensaciones son una de las mejores cosas que tenemos?
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