Existes



Existes leyendo, acaso más cuando tu lectura interpela la realidad y tu propia vida; acaso más cuando encontramos el hondo paralelismo de otras vidas cruzándose con las nuestra entre las páginas de un libro o en una película. Existes manipulando tus genitales, pero también saboreando un asado o contemplando un cuadro, o cerrando los ojos y recreándote en el culo más bonito del mundo. ¿Existes más, existes menos? Es una obviedad que tanto se puede vivir mucho como poco; parece que ello depende de nosotros en gran parte. A veces me devano los sesos intentando comprender un texto complejo, o preguntándome a donde van a parar tantas palabras y tanta especulación; será que uno es muy simple y, no alcanzando a descifrar los razonamientos de gente mejor dotada, hace sus cuentas con los dedos de la mano y decide recrearse en su propia simpleza y seguir utilizando el discurso/las palabras para abastecer lo mejor que pueda su propio parloteo interior.



Nada mejor como quitarse de encima lo mejor que uno pueda la frustración de la propia limitación, de ahí la necesidad de reconstruir a partir de las penumbras de las lecturas difíciles y de las no tan difíciles, a partir de la propia reflexión y experiencia el mundo. Vivimos tan poquito nuestra vida que a uno le entran ganas de hacer balance para intentar separar la ganga de la mena y centrar así en lo posible su hacer en aquella parte que aparece ante nuestro yo como más hermosa y llena de contenido. Huir a toda costa de la imbecilidad latente que propulsa una considerable parte de nuestro llamado progreso, para atenerse a la sustancia que sin duda corre en exceso soterrada en la vida de cada persona. Saber en qué se existe, en dónde, en qué momentos de la vida vibra/vibró cada fibra de nuestro cuerpo; cuándo, en qué circunstancias nos recordaremos hasta el final de nuestros días, qué brisa enerva nuestro cuerpo, cuándo la emoción nos recorrió por dentro llevándonos hasta el borde de las lágrimas; y sin ir tan lejos reconocer la suavidad estimulante del agua en donde se bañan nuestros pies cansados, la mirada amable de alguien que nos presta un favor, la sonrisa tonificante de una moza con la que nos cruzamos, el contacto de la mano que toma otra mano bajo el follaje de la doble hilera de plátanos.
Que los títulos de los libros no responden a su contenido es una de las primeras consideraciones que me asaltan en estos momentos. En tres lecturas recientes, Hahhah Arendt, La condición humana; John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder y Edward O. Wilson, Sobre la naturaleza humana, sólo muy tangencialmente encuentro el material que yo buscaba seducido por un título. Siento una gran frustración leyendo estos libros, la impotencia de no encontrar en su lectura ese hilo conductor que debería de llevarme a una comprensión mayor de mí mismo y del resto de los habitantes del planeta. Especialmente en esta época me asalta con frecuencia la certeza de que el mundo está dirigido de facto por un enorme puñado de psicópatas que, atendiendo a exclusivos intereses mercantilistas, han sido capaces de traerse detrás de sí, al olor de crecientes productos de consumo, como si del flautista de Hamelin se tratara, al grueso de una comunidad planetaria dócil y consumista a la que es difícil conceder el beneficio de la duda de su inocencia en la construcción de todo este mundo descabellado. Intentar comprender el comportamiento de la gente, sus motivaciones, su miedo ante la muerte, sus anhelos, sus frustraciones, es un trabajo ante el que es fácil caer en la perplejidad. Quisiéramos conocer puntualmente, aplicar una metodología similar a la que usamos para acceder a la física, a las matemáticas, pero uno, que es tan limitado, lee y lee y reflexiona y apenas llega a comprender gran cosa, resquicios de luz, intuiciones, algunos paralelismos con los animales orientados a conservar la vida o a la reproducción. Quizás entre todo esto asome de tanto en tanto alguna pequeña certeza, un poco esa luz que sorprende a esta hora al caminante cuando sale cada mañana antes del alba a dar un largo paseo por los campos cercanos a su casa, cuando la oscuridad es todavía profunda y allá en el horizonte brilla tan intensamente Venús y Júpiter en la pálida compañía de Aldebarán; quizás en momentos así uno acierta a comprender, no con la herramienta de la razón, sino más bien a través de la ambigua percepción de alguna realidad que mana de la noche y la meditación algo de eso que llamamos naturaleza humana.
Quizás en esa hora existo con más viveza y por consiguiente soy más consciente de esa globalidad universal en la que estoy inserto, una parte insignificante de ese conjunto de estrellas y galaxias, de tierra, de seres vivos que, formando parte de un enorme conglomerado de vida, gira sistemáticamente en el espacio silencioso del cielo sin meta ni objeto, pero sujeto al ciclo ininterrumpido de la reproducción y la muerte.
Existo pues. Y no es que lo otro, la crisis y todos los problemas del mundo actual no tengan importancia; la tienen, claro, pero junto a ellos también es necesario recuperar la vivencia que estos paseos nocturnos me proporcionan, la certeza de que el meollo de la cuestión vital no está en la política ni en la economía sino dentro de los límites de mi propio yo y de la profundización del universo del que formo parte. 







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