Leña





Salgo a orinar junto a la leñera. Durante este último año y medio he acumulado una respetable cantidad de leña procedente de los arreglos de la parcela. Paso con gusto la mano por los troncos cortados y apilados hasta una altura de metro y medio, una larga fila de seis o siete palmos de ancho que cruza la mitad de la parcela de este a oeste. Nada había en todo este terreno hace veinte años, han sido mis manos las que desde entonces fueron sembrando pequeñas plántulas que apenas levantaban un palmo del suelo, mis manos las que roturaron el terreno e instalaron un sistema de riego, las que mimaron todo este entorno hasta convertirlo en bosque, prado, huerta, jardín.
También aquí la vida transcurre siguiendo el ciclo universal de reproducción, desarrollo, muerte. Miro a mi alrededor y me parece un milagro este pequeño mundo que habito, que tan mío es, no mío de propiedad, no, mío por cuidado por mí, mío como parte de mí mismo, mi castillo, mi casa, el lugar que elegí para vivir, donde me gustaría morir y donde quisiera que esparcieran mis cenizas; el lugar donde paso el último periodo de mi vida dedicado a lo que me gusta, lejos de la obligación de un trabajo por cuenta ajena; lejos de los inconvenientes de la ciudad; el lugar donde crecieron mis hijos y nosotros atravesamos la madurez, donde en la oscuridad de las cinco de la mañana mis pasos atraviesan su silencio para salir a recorrer ese otro silencio del campo bañado estos días por la luz de la luna.
Ese silencio espectacular que ronda el mundo mientras la mayoría de sus habitantes duermen. Me alejo de la casa a buen paso pero no tardo en mirar para atrás, la masa arbórea de la finca se levanta en medio del campo yermo como un canto en el silencio de la soledad. Cuando regrese, una hora más tarde, envuelto en la quietud que precede al alba, y comience a subir la cuesta que lleva a la casa, me recibirá, ya alertado por el comienzo del nuevo día, el jolgorio de los pájaros; la vida se lava la cara y empieza a corretear por todos los lados, en las ramas de los árboles, en los setos, en las madrigueras de los conejos que también han invadido nuestro espacio vital y que compartimos gustosos con ellos; también andará por ahí el gato inmigrante que ha optado por hacer de nuestra casa su hogar. Primero fue el agua, después las plantas y más tarde todos los habitantes de esta isla verde que sobresale sobre el campo perfumado de los rastrojos como sobre las aguas de un mar amarillo y tranquilo.
La leña también envejece, la de más abajo es oscura, liviana, sobre ella cayó ya las lluvias de dos inviernos; la de arriba, recién cortada, todavía parece llevar algo de vida en sus tegumentos, pesada, resinosa, resignada al trabajo de mi motosierra, todavía habrá de pasar por la reencarnación a través del fuego para hacerse compós destinado a nutrir nuestra huerta; y nuestros cuerpos más tarde. Y así sucesivamente por los siglos de los siglos. Produce cierta alegría sentirse dentro de ese ciclo de vida y muerte, ni significativo ni insignificante, simplemente palpitante de vida, esa que sentía yo no hace mucho en el calor de mi mano cuando nuestro perro Thalos dejó malherida a una paloma que aquel mismo día asamos y degustamos con un Ribera del Duero. La continua transformación que engendra, nutre, muere y vuelve a comenzar su ciclo nunca interrumpido.
Dentro de un par de días o tres la luna ya no estará en mi paseo de las cinco de la mañana, habrá desaparecido no ya como a principios de julio en la cercanías de Venus y Aldebarán, sino bajo los brazos de Orión que en estos días ha comenzado a alzarse sigilosamente sobre el horizonte de levante preludiando un cierto sabor a otoño en ciernes. Después, a final de agosto, la luna volverá a asomar su hociquillo por poniente y días más tarde me la encontraré de nuevo posada sobre un campo de leche en el silencio matinal de las cinco de la mañana. El eterno retorno, la luna, el tiempo, las estaciones, el caos de nuestra parcela transformado en vergel, vergel que sin duda algún día volverá al caos de la misma manera que nosotros volveremos a la tierra.






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