Las
cinco de la mañana de hoy son mis dudas sobre cómo se distribuye la
inteligencia y la capacidad creativa en el mundo. ¿Será cierto que
gran parte de lo que somos está en nuestros genes? ¿Que nuestra
posibilidad para comprender a mentes más brillantes es limitada?
¿Qué sólo cabe hacer pequeños pinitos aquí y allá para espantar
medianamente ese tufillo a mediocridad que viene de vez en cuando a
susurrarnos desde el fondo de nosotros mismos nuestros límites?
Ea,
se despedía el otro día un tal Julián, que escribía un comentario
a una entrada de un blog que pretendía ser profunda y erudita y sólo
quedaba en bochornosa evidencia de que no somos más ni sabemos más
de lo que somos y sabemos, bien poco en resumidas cuentas; no todos,
algunos; el motivo del post era El
eterno retorno,
de Mircea Eliade. En su comentario se despedía después de echar por
tierra los argumentos con una maravillosa agilidad en el empleo de la
palabra, diciendo que para eterno retorno el suyo, el despertador
cada mañana, las consabidas tareas de todos los días, soñar que
caes al infinito vertiginoso, toda esa cantinela diaria. Y es que
evidentemente no sólo hay diferentes eternos retornos, sino
diferentes capacidades para acceder a los entresijos de esa idea. Desde la profundidad de este concepto en Mircea Eliade, o en
Así
hablaba Zaratustra, de
Nietzsche (bendita Wikipedia que nos orienta en nuestra ignorancia o
en la liviandad de nuestra memoria), hasta la propuesta de Julián
uno tiene no sólo la posibilidad de calar más o menos hondo en el
subsuelo de las ideas, sino también la opción de convertir esa
sustancia, etérea e inaprensible sobre la que los filósofos
construyen sus argumentos, en una pura demostración de cómo se
puede cortar por lo sano y olvidarse uno de planteamientos de más
calado, recomponiendo la realidad bajo ese llano procedimiento de
querer reducirla a eso que llamamos al pan, pan y al vino, vino.
Maravillosa
posibilidad de reducir lo complejo a los simple sin más
complicaciones, ese paspartu con que enmarcamos nuestra ignorancia a
fin de no aparecer excesivamente cómicos cuando nos miramos al
espejo. Pero también esos muchos que apuntan todavía más allá
hasta el punto de creerse linces en medio de un saco de
simplicidades. Ejemplo al canto, tantos comentaristas en los
periódicos, Público,
sin
ir más lejos. Toda esa sarta de sabiondos que siembran cada día con
su “agudeza”
la parte inferior de los artículos de actualidad o de opinión,
cuando no de horteradas y groserías sin fin. Esa asombrosa
mediocridad con la que se despachan tantos individuos escondidos en
el anonimato de un alias. A mí me producen un rubor ajeno tal estas
cosas como para provocarme continuas reflexiones sobre mis propias
capacidades, esos interrogantes que aparecían en el primer párrafo.
El otro día, Carlos Taibo, en su asiduo trabajo para defender la
idea del decrecimiento necesario, mientras aludía a una entrevista
de Alberto Garzón, se le escapó una alusión personal relacionada
con su declive intelectual. Fue un inciso, pero un inciso en donde yo
paré mi lectura para considerar el pequeño drama individual que se
podía esconder en tal afirmación. Y junto a él, para colocar la
cosa en perspectiva, puse el otro drama, el de descubrir a cada
momento que no entiendes absolutamente nada de un párrafo de un
libro, o las tres cuartas partes de la totalidad del mismo.
De
esta guisa transcurría mi paseo nocturno de las cinco de la mañana
mientras mi cuerpo empezaba a desentumecerse en la cuesta arriba que
se dirige hacia el cementerio de Batres. Todavía una luna mediada
dejaba su macilenta luz sobre los campos. Los almendros volcaban su
sombra sobre el camino. Hoy no me encontré ningún cazador furtivo.
Sucede que las perdices han empezado a escasear en esta zona y, al
parecer, los causantes de su desaparición son los zorros que se las
zampan hasta el punto de dejar a los cazadores ayunos de caza. Así
que los cazadores, pese a la prohibición, rondan por estos lugares a
las horas intempestivas previas a la madrugada, esperando las
primeras luces para sorprender a la zorra saliendo de su madriguera.
La cosa puede ser jodida, no me gusta. Ya les advertí el primer día
que me topé con ellos en la oscuridad. De noche todos los gatos son
pardos y no me fío, no vaya a ser que confundiendo a una zorra con
el frufrú de los pasos del caminante me larguen un tiro mientras yo
voy haciendo mis elucubraciones sobre mi propia minusvalía mental, o
sobre la ajena, o sobre esas pérdidas de memoria que me acechan,
o... No sé si en el futuro se podrá echar una ojeada minuciosa a
los genes que heredamos y llegar a descubrir hasta dónde ese yo del
que parecemos estar tan investidos, tan seguros, tan dueños de él,
es algo mucho más condicionado de lo que creemos. Si un cuervo sabe
contar hasta cuatro (lo que demuestra muy simpáticamente Edward O.
Wilson en un libro que leí recientemente), un león marino bailar un
tango y un chimpancé decir no moviendo la cabeza, bien podemos
seguir completando la tabla con el homo
sapiens,
y dentro tratar de ver quien está más arriba o más abajo en la escala intelectual. En ella, en la parte media estaríamos
los que somos incapaces de entender La
fenomenología del espíritu,
de Hegel, o a Adorno o ...; en la en la más baja todos aquellos
comentaristas cutres de Público,
y en la alta pues los superdotados, los aznares, rajoys, cospedales,
tan listos ellos como para cargarse sin necesidad de bomba atómica
un país; al margen de bromas, esos hombres o mujeres de los que sólo
un pequeño puñado ven la luz cada siglo.
Hoy
no me alimentó mi paseo, me dejó una rara sensación de duda e
impotencia.
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