En el tren de cercanías



El tren de cercanías arranca. Me miro al ombligo, no aquellas pelotillas de los tiempos de la niñez que mi madre inspeccionaba después del baño en aquel barreño de zinc que los domingos se calentaba al sol durante toda la mañana hasta la consabida hora en que yo y mis hermanos éramos sumergidos en aquella agua tibia, no, me pregunto por qué coño uno es así, así te tímido, así de solateras. A veces a uno le jode ser como es, no siempre, por cierto, y entonces se dedica a marear la perdiz en torno a su propia consistencia temperamental. Esa matraca de un día sí y otro también. Llegamos a Fuenlabrada, un guirigay de gente joven explota dentro del vagón. Los miro, me admiran, el mundo es suyo, están como en su casa, sus conversaciones se pueden oír en todo el vagón. Gente sana por demás. Me dan envidia, me parezco un ser enclenque y raro a su alrededor, sí un bicho raro, como decía de ella misma, aquella chica que conocí hace tiempo.
El caso es que de lo que yo iba a hablar no era de esto precisamente, pero encallado como estoy en dos o tres cosas desde hace tiempo, esta tarde en el cercanías me sorprendí de improviso con estos pensamientos cuando precisamente iniciaba mis reflexiones en torno a otro tema. Pensaba algo preocupado en que desde hacía una semana habían desaparecido de mi acostumbrado panorama diario la excitación que me recorría el cuerpo cuando una imagen de mujer atravesaba el umbral de mi imaginación, esa breve y agradable alarma que se producía abajo entre mis piernas disponiendo mi cuerpo a postergar cualquier tarea que estuviera haciendo para dedicarse plenamente a alentar aquel calor incipiente. Preocupado porque habiendo estado tan activo durante las últimas semanas, así tan de repente sentirse tan abandonado por el deseo podía llegar a alertar una especie de hipocondría que me privara de mis sustanciosas erecciones. Mala hostia si junto a una más de esas que llaman cosas de la edad se suma ahora una indiferencia ante el perfume que es para los ojos el comienzo de unos senos asomando por el escote de una blusa o una camiseta. En esto estaba cuando en Villaverde Alto se sentó frente a mí una viajera, joven, discretamente guapa. Levanté la vista de mi libro, nuestros ojos se encontraron; antes de llegar a Orcasitas volvieron a encontrarse dos o tres veces más. Fue con esas miradas encontradas en donde mis reflexiones cambiaron de orientación, ahora era mi timidez la que me molestaba. ¿Sería correcto mantener la mirada unas décimas de segundo más de lo habitual? Al tímido le sirve siempre cualquier excusa para no dar un paso más allá del prístino terreno de su aislamiento. ¿Qué nos hace volver reiteradamente a unos ojos con los que nos hemos encontrado accidentalmente?, me preguntaba. Casi siempre puede connotar un interés, una curiosidad mutua; puede ser un puñado de cosas más, incluso puede tratarse de una mera coincidencia. El arte de acumular razones y perderse en ellas para huir mientras tanto de la realidad que tienes delante. En eso estaba yo; y en ese momento no había ni rastro de un especial interés por el hecho de que se tratara de una mujer.
Había tenido que levantar la vista de mi libro para que estas miradas sucedieran y ahora no me quedaba otro remedio que volver a él, volver a mí mismo; la realidad me había hecho un guiño pero la barrera entre los otros y mi yo había vuelto a caer abruptamente con el gesto de recurrir de nuevo a mi lectura.
Precisamente cuando yo hubiera deseado titular estas líneas ¡Alivio!, sí, que ante la presencia inesperada de unas piernas bonitas o la sugerencia mediadora de unos pechos suavemente prometedores se hubiera producido el esperado cosquilleo de mi hipófisis abriéndose paso a través de mi columna vertebral hasta el centro neurálgico sometido a cuestionamiento. Pero el caso es que no fue así. Distraído como estaba, a la altura de Primero de Octubre me vi obligado a abandonar mi lectura y dedicarme a buscar entre los rostros y cuerpos de las viajeras una explicación a mi problema, a mi duda, a mi mosqueo. No sería de recibo que a estas alturas uno se viera privado de las maravillas que la excitación del otro cuerpo produce en el propio, me decía, y miraba ahora inquisitivamente a una minifaldera muy sería que andaba jugueteando con el teléfono móvil (sí, últimamente la mitad de la humanidad se pasa la mayoría de su tiempo jugando con ese aparatito que tan misteriosamente subyuga al personal); seria, como sumida en un acto de suma trascendencia, abandonada del todo a las delicias del tacto de aquel aparato; lo acariciaba, le toqueteaba, deslizaba su dedo índice por el frío frontispicio de la máquina; tanta dedicación hace que me imagine que se trata de un objeto fálico. Luego miré a otras mujeres, una de sonrisa espléndida -las mujeres sonríen más y mejor que los hombres- que charlaba amigablemente con su amiga y que en otras circunstancias ya mismo me habría servido para alimentar mi propio fuego unas horas más tarde. Tendría unos cuarenta y tantos años, vestía un liviano vestido de verano que la llegaba hasta los tobillos. Era muy agradable mirar aquel rostro. No hay mejor espectáculo que el metro o el tren de cercanías para el viajero esporádico en que me he convertido; viajero que en los últimos tiempos sólo se asoma al mundo a través del ordenador o de los libros, de manera que cuando salgo de casa, como sin con ello tratara de quitarme la boina y mezclarme con los otros intentando pasar desapercibido, me parezco a mí mismo a un extraterrestre dedicado a la tarea de descubrir e interpretar el mundo que se mueve a su alrededor.
Victoria me esperaba tomándose una cerveza en una terraza de la calle del Carmen. Nada más llegar, mientras me sirven un granizado de limón, le cuento de qué van hoy mis reflexiones en el metro. Ella, como siempre socarrona, muy conocedora de un servidor, me toma el pelo. Le digo que a mí no me vale que gente tan ilustrada como Schopenhauer o Simone de Beauvoir estuvieran deseando librarse a mi edad de ese escozor que debía de poner en suspenso su labor intelectual, que me parecería una cabronada que tal sucediese. Y ella, realista, dale que dale; vamos a ver, pregunta, ¿cuánto tiempo hace que, eso mismo? Una semana le digo, y la tía va y suelta una carcajada.  



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