Mis muertos




Leo de nuevo a Daniel Pennac, ahora Diario de un cuerpo; el protagonista se va haciendo mayor. Cuando te vas haciendo mayor y a la vera del camino vas dejando tus muertos. Sus gestos y sus miradas que aparecen entreverados en el recuerdo, en los momentos de ensoñación. Estos días apacibles y desocupados de verano que sentado frente a la ventana y al viento que agita ininterrumpidamente las ramas de los árboles y en que retirando mi vista del libro que tengo entre las manos me encuentro con ellos. Hace un par de días especialmente que preparaba la edición impresa de un librito que escribí hace años cuando murió mi madre, entonces que hube de seleccionar algunas fotografías suyas, volver a mirar aquel rostro que poco a poco iba adentrándose en la muerte con la resignación pacífica de quien ha aceptado defitinivamente en su interior el hecho ineluctable de su fin. Durante toda la mañana sentí atravesar por mi cuerpo una corriente de emoción recordando aquel invierno. Entonces, desde esta misma ventana, miraba yo caer la nieve, intemporal, blandamente sobre nuestra parcela. La nieve está profundamente ligada a los últimos recuerdos de mi madre, ella hacía calceta ensimismada en su labor, mientras que yo, sentado a su lado, miraba la nieve abismado en el diagnóstico que acaba de recibir; ella estaba allí pacífica y tranquila totalmente ajena al hecho de que sólo le quedaban tres meses de vida.

Tras esto el recuerdo de la muerte recorre incandescente el hilo de la memoria para ir a posarse en un espléndido valle de los Alpes rodeado de glaciares, unas montañas en donde dejó su vida mi compañera de cordada, la temprana amante de mis años más jóvenes y apasionados. Un tiempo en que el peligro fue un reto lo suficientemente digno como para afrontar la posibilidad de perder la vida en el intento; cuando aprender a vivir constituía la esencia de cualquier proyecto. El precio que pagábamos era caro; para ella fue la muerte, para mí la pérdida irreparable de un primer amor.

Nuestra perplejidad se ahonda con la muerte, acrecienta nuestra soledad, quedamos aturdidos en el arcén frente a una vida que no puede pararse; nuestra memoria recorre entonces incansable los pasos de nuestros muertos por todos los rincones de la casa, acaricia infatigable la piel de sus cuerpos, el calor de sus manos, la dicha de su pasada compañía. Nos adentramos poco a poco en la definitiva soledad.

En las paredes de mi cabaña, junto a mi mesa de trabajo, cuelga el retrato de una mujer de mirada risueña y tímida. Es un momento de dicha, nos hemos encontrado casualmente en el trajín de nuestra labor profesional y ahora somos felices, ella ha dejado de dar vueltas alrededor de una noria y ambos miramos el futuro con una especie de arrobamiento, algo misterioso y placentero por donde van a empezar a discurrir nuestras vidas. Ahora también ella está muerta, Y que yo me la llevé al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido; muerta o lejos de mí, que será lo mismo. Como muerta refluye su recuerdo a mi memoria y en ella merodea de aquí para allá haciéndome más suave la vida. Todos nuestros muertos son parte esencial de nosotros mismos. Viven, nos habitan, nos recuerdan nuestras raíces, nos protegen de las estupideces del modus vivendi que acecha al planeta entero tratando de convertirnos en atareadas e inconscientes hormigas.

La rueda de la fortuna va y viene, nos roba un amor, nos trae un muerto, nos deja temblorosos ante un enorme pared de granito que hasta días atrás no existía y que ahora convierte en gran anhelo el hecho de querer escalarla; llegará el momento en que el cáncer hará estragos, la pared que escalamos se vuelva mortalmente peligrosa, el amor se convierta en una abrupta pesadilla. ¿Cómo integra nuestro ser todas estas experiencias, cómo resuelve los problemas de incompatibilidad, los desajustes, los errores?; ¿en qué sustancia extraña e inaprensible se funden nuestros anhelos ahora que hemos quedado huérfanos de madre, de amante, de amigo? Este momento que vanamente trato de recoger en estas líneas sin más. Una época en que el periódico me aburre y en que nuestros gobernantes dan muestras de una patética gilipollez, como decía ayer Antonio Gala en una entrevista, y que sin embargo para mí se muestra feraz en el plano no público, arremolinada en torno a lo que me concierne más íntimamente, esta reflexión en torno a mis muertos, sin ir más lejos.

En la aldea en donde está enterrada mi amiga, un pequeño pueblecito colgado en la ladera de una montaña de la Alta Lombardía, los muertos tienen siempre flores frescas en sus tumbas. Hace dos años pasé por allí y lo primero que hice fue visitar el cementerio. Dos ancianas retiraban la flores marchitas y barrían el recinto. Viví en esa aldea medio año y una de las ancianas todavía me recordaba; lei è lo spagnolo!, me dijo sorprendida poco después de que su memoria lograra fijar en su recuerdo mi rostro. Abuelas, madres, padres, bajan con regularidad hasta el cementerio para rezar una oración o depositar unas flores sobre la tumba. Recuerdo que cuando viví allí esta costumbre me llamaba mucho la atención. Hoy no me parece otra cosa muy distinta de lo que yo hago con cierta frecuencia cuando abandono mi libro a un lado y mi memoria, con la mirada puesta en el horizonte sobre la difusa luz de la sierra de Gredos al fondo, vaga por el pasado tratando de recuperar alguno de esos momentos que mis muertos me dejaron, trozos de vida que vuelvo a recorrer tantas veces con alborozo, tantas otras con delicado agradecimiento, otras muchas con cierto pesar por no haber sido más explícito en mi afecto, ese te quiero que mi rubor escamoteó tantas veces al otro. Las ancianas del cementerio de esta aldea, Cevo se llama, probablemente también se sentarán algunas tardes en las balconadas de sus casas y pensarán largamente en aquellos de cuyas cenizas ellas son ahora su veladoras.

Nuestros muertos. Preciosa memoria que nos recuerda la fragilidad de la que estamos hechos pero que a la vez no habla de la entrañable durabilidad con que podemos permanecer en los otros. Vivir en el recuerdo y afecto de los otros es probablemente la única fórmula que existe para transcender la muerte. ¿Qué puede haber mejor para nadie que dejar una buena memoria, un reconocido afecto antes de convertirse en cenizas?

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