Amanecer en La Peñota |
El poema de Carlos Marzal, Esto es septiembre, vuelve a mi
recuerdo en estos días de la mano de unos versos de un no muy lejano viaje por
el Egeo; de cuando mis ganas de viajar eran cosa de un día sí y otro también.
Ahora no viajo, ahora sueño, o recuerdo, o me levanto a las cinco de la mañana y
doy largos paseos hasta el alba. Por estos días, además de amanecer en la
Peñota tras una larga subida nocturna desde Los Molinos, junto a una entusiasta
vecina, Ángela, que se apuntó gustosa a la “excentrincidad” de caminar bajo la
luz de la luna para subir a ver la aurora de rosados dedos en una de las
cumbres del Guadarrama; por estos días, decía, la preñez de los frutales, los
racimos de uvas colgando dulces y apetitosos de los brazos abiertos de las
parras que esperan todavía el final del verano para transformarse en vino o en
plato de lujo para la merienda, me hacen olvidar los viajes, las lejanas
tierras de otro tiempo; o los melocotones, que doblando las ramas del árbol
prometen desde las alturas el dulzor aterciopelado de su pulpa a punto de
entrar en sazón sobre el enclenque rosal blanco, débil y durmiendo a la sombra
del melocotonero tras largos periodos de abandono. El rosal que un día mi hija
podó salvajemente desnudándole de aquellas flores únicas en toda la parcela,
ella que obedecía ciegamente un encargo mal interpretado y que sin fijar su
atención en la espléndida belleza de las rosas sólo se atenía al mandado de cortar
las flores sin reparar en que no eran todas las flores sino aquellas ya mustias
que en su agonía restaban fuerza y vigor a los capullos nuevos que despuntaban
llenos de vida en los ápices de las ramificaciones espinosas prometiendo nuevas
y magníficas rosas. Aquel día en que mis lágrimas y mi enfado subieron a mis
ojos viendo cómo la belleza yacía por los suelos, cadáveres inertes al día
siguiente sobre la cálida textura de las losas que rodeaban la piscina.
No hace falta viajar, ahora están también los
ciruelos, especie ornamental de hojas color vino a los que con el tiempo le
salieron ramas de hojas verdes que misteriosamente producen sabrosas ciruelas,
pequeñas como cerezas pero dulces y apetitosas; ciruelas color vino burdeos,
ciruelas amarillas y una especie algo más gruesa de suave amarillo limón. Al
fondo de la parcela también el granado va haciendo madurar sus frutos después
del descalabro que le produjéramos con una poda excesiva. El árbol quedó
patidifuso con cuatro palos mirando desnudos al aire, triste y apesadumbrado
por la desnudez de sus ramas, pero después de un año ha vuelto a recuperarse;
ahora, las granadas cuelgan como farolillos chinos de sus ramas esperando el
principio del otoño para abrirse y mostrar su sangrienta pulpa envolviendo las
pepitas oscuras de su interior.
Y a la vez que la preñez de los frutales, unos vienen
y otros se van, las tomateras que empiezan a amarillear y a escamotear su
fruto, o los pepinos, o los calabacines. Y el gran arce, señor del espacio
hortícola, enorme y señorial en medio del prado que rodea a los vegetales que,
tempranero él, ha empezado a orlar de otoño sus tiesas pelambreras. Y los higos
chumbos que ya sólo están en nuestro recuerdo, porque las chumberas, rodeadas
con el tiempo por los prolíficos olmos del talud de poniente, les han robado el
sol y ahora mal llevan su vida lánguidas, como añorantes y solitarios amantes a
quienes la sombra ha ido robando la sustancia misma de sus ganas de vivir. Esa otra
chumbera que crecía junto a la fachada sur de la cabaña, un ejemplar único y
espectacular que nos surtía de fruta y mermelada para el invierno y que, sin
embargo, pese a su exótica belleza, hubo que sacrificar porque acaparaba toda
la luz del invierno y dejaba la cabaña en la penumbra, ese sol de invierno que
tanto aprecio, que me acompaña en las largas mañanas de frío mientras las
páginas de algún libro pasan lentas unas tras otra llenando mi ánimo de historias
o conocimientos que vienen a dar satisfacción a mi curiosidad. Sol de invierno,
magnífica caricia para mi cuerpo que debe de dejar a ratos la lectura para con
los ojos cerrados sumirse en la intemporalidad de algún recuerdo, una
ensoñación, el canto de algún mirlo o petirrojo que merodea junto a mi cabaña.
Ahora echo de menos las bellas flores amarillas que coronaban el núcleo
incipiente de sus frutos sobre las palas de la chumbera. También desaparecieron
las pitas, lustrosas y de un verde terso y suave, que debido al exceso de agua,
lo que es bueno para unos resulta fatal para otros, exceso de agua para ellas
pero no para el césped, terminaron arrugándose y convirtiendo su sedoso verde
azulado en un deteriorado y herrumboso amarillo.
Esto es septiembre, lo dice el color de la fruta y el
cielo, ese frío repentino que soplaba por la picorota de la Peñota ayer mismo sin
ir más lejos.
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