La alegría y el placer que hoy me proporciona la madrugada. El lívido amarillo pajizo de los rastrojales atravesado por la ancha franja gris del camino, las líneas de los almendros sumidos todavía en la noche, el cielo engullendo en su claridad a Orión y a la recién llegada Sirio sobre el alto horizonte. Y es que hoy tan ensimismado andaba en algunos asuntos que apenas me apercibí de que en el campo se estaba instalando la clara mancha de luz del alba. Así que dejé mis ensoñaciones y me di la vuelta y miré el camino y el campo y las todavía lejanas luces de los pueblos y, sí, me sentí feliz. La pura reiteración de las cosas de la vida.
Ayer llevaba otro apremio,
era diferente, todavía estaba oscuro y un cuerpo había salido de la
penumbra de mi memoria, cuerpo de mujer de una antigua compañera de trabajo en
un primer destino de escuela rural en los lejanos valles del Narcea, cuerpo de
leche en medio de la murria y las lluvias interminables de un sombrío otoño. Y
era tan plástico el recuerdo, tan vívida su presencia entre mis brazos que todo
mi cuerpo se hizo delicioso apremio y dulce deseo de mujer. Ah, la dicha de
reencontrarte en medio de la noche, el campo silencioso, el rumor de las hojas
de los almendros acolchando un incipiente y recóndito deseo. Y mimarlo, y
hacerlo crecer, llama leve entre las piernas; bendito encuentro para el
paseante nocturno que, obligado a caminar fielmente en busca del calor
naciente allá abajo, alcanza al fin el coche, el asilo para la inesperada sed,
para el creciente anhelo. Y en medio de tanto placer ferviente de recuerdo,
exhumación de cuerpo, de largas y prolongadas caricias en medio de las cuales
arde el fuego, llamas primordiales, delicioso precipicio necesario en que
recogerse siempre a las puertas de la eternidad, rezar. Sí, fervorosa oración
primordial entre las piernas de la hembra que duerme en nosotros, animus y anima en simbiosis de recogida beatitud. Pura mística en los
albores del nuevo día, el amado y la amada de san Juan de la Cruz yaciendo uno
junto a otro, fundidos sus cuerpos anhelantes, embriagados en la ascesis de las
caricias, de penetrar y ser penetrado. Sucesos, hechos que pueblan a veces las
cinco de la mañana, el campo pleno de silencio, la tenue luz de la luna
penetrando ambigua por los vidrios de un automóvil apenas una sombra entre los
rastrojales.
Mas hoy el
universo de la madrugada tenía otro cariz, estaba hecho de la posibilidad de
escribir un libro, de cómo habría de comenzar un párrafo destinado a cubrir la
breve crónica de una excursión, cosas así. Crear audiencia, había leído sobre
la cabecera de la página de Facebook. ¿Será ese un cometido? ¿Esa necesidad tan
humana de no sentirse demasiado solo y ser reconocidos por los otros, necesidad
de tener un rinconcito, rinconcito diminuto no más, en la razón y ser de unos
pocos habitantes de este planeta, algún que otro liliputiense, como uno mismo,
con quien sentir el calor de la solidaridad? ¿Qué tanto habría pensado si no Julio
Villar en su larga travesía solitaria de mares y océanos? Ese nombre que me
impuso la madrugada de hoy: Julio Villar. Su ¡Eh, petrel! de tan grata memoria, me enseñó tanto, tanto. La vida
de este hombre humilde y valiente fue para mí desde muy joven uno de esos
candiles que alumbran nuestra conciencia y nuestro modo de ver la vida haciendo
de nosotros lo que somos en virtud precisamente de su contacto, del encuentro
casual con un libros, una persona, unas pocas ideas que fueron capaces de ayudar
a conformar posteriormente el perfil de una existencia. ¿Y cómo es que apareció
Julio Villar esta madrugada en el ámbito de mis ensueños? Era sencillo. Julio
Villar apenas narra en su libro unos pocos sucesos de la navegación, expresa
sólo lo que parece exudar los poros de su piel y su ánimo, y en él están
frecuentemente las estrellas que permanentemente le acompañan cada noche. Y yo
recuerdo bien alguna de esas estrellas que Julio mencionaba de continuo y que
servían, amén de como amigas con que aliviar la soledad, para señalarle el
rumbo de su navegación cada día. Tenía especial aprecio por Cástor y Pollux;
también nombraba a menudo Aldebarán, de la constelación Tauro. Son las mismas
estrellas que dejo cada mañana a mis espaldas acompañadas todo el verano por
Venus y Júpiter. Trato inútilmente de localizar una cita de Daniel Pennac, no lo consigo. Se trata de lo siguiente: dice Pennac, cito de memoria, que nos
sorprenderíamos si pudiéramos comprobar lo mucho que podemos estar en el corazón
de los otros sin que lleguemos nunca a apercibirnos de ello. Anidan en nosotros
las personas y sus pensamientos, sus bondades o la valentía con la que se
enfrentan a la vida de manera tan anónima pero tan pertinaz, que sólo su persistencia
en el tiempo, su aflorar de vez en cuando en nuestra memoria, valen ya para
decirnos de la incalculable suerte que tuvimos de encontrarnos con ellas. Uno
de mis contactos en Facebook, José María Abarca, mencionaba hace unos días este
hecho relacionándolo él mismo con la lectura temprana de Eduardo Galeano, otro
personaje capaz de alumbrarnos con su humanidad y su saber.
Es verdad, el
cuerpo se nos llena de tanto en tanto de tan inesperada felicidad que uno queda algo lelo ante tan sorpresiva visita. Detiene su paso, mira alrededor y
resulta que el paisaje es similar al de siempre, sin embargo éste nos parece
hoy más bello, más armonioso, como pintado con nuestras armonías preferidas,
hecho precisamente para nuestro recreo y placer; resulta que la noche y las
estrellas están igual que ayer, sin más, sobre nuestras cabezas sumidas en su frío
silencio; todo parece similar y sin embargo no lo es, hoy nuestro cuerpo y
nuestra mente ambulante echaron flores, se vistieron de exuberancia y nos proporcionaron unas gotas de un escondido néctar del que sólo la graciosa gratuidad del
momento sabe su procedencia.
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