El dolor del mundo y la Iglesia Católica






Graffiti en las calles de Caracas, Venezuela 


Me proponía contestar brevemente a algunos comentarios sobre el tema de la Iglesia Católica, comentarios que surgieron en la palestra del Facebook a raíz del siempre controvertido tema de esta institución, pero pensé que aquí sería más fácil hacerlo aquí.
Hace mucho tiempo que no me encontraba con textos de cristianos que, nada satisfechos con el proceder de la Iglesia Católica oficial, se mueven en el ámbito de la contestación a ésta. Son temas que abandoné con el tiempo; emulando uno de los títulos de lecturas de esta tarde, estoy convencido de que la Iglesia no tiene ni salvación ni remedio. Quizás por ello dejé de prestarle atención, algo así como lo que se hace con una persona totalmente desahuciada. Sí atendí, sin embargo, a los movimientos cristianos de base y seguí la evolución de lo que entonces denominábamos teología de la liberación.


Mendiga junto a la Capilla Sixtina, Roma 



Vaticano 

Esta Iglesia que pretende ser instrumento de salvación universal secuestró el Evangelio, ya desde los tiempos de San Pablo, hasta convertir el mensaje de Jesús en una pura pantomima: las paranoias del poder, los asesinatos de la inquisición, el fasto Vaticano, su afición a ir de la mano de los poderosos, su lejanía de los pobres, de los problemas de la gente de la calle, la han degradado hasta el punto de transformarla en una institución frecuentemente amoral que sirve a los intereses de una amplia clase política y económica en la consecución de sus fines en contra de la gente menos favorecida. Apenas nada que tenga que ver con el espíritu de Jesús. Hablo de la institución como tal y de los prelados que la representan, si bien se deban tener en cuenta, como siempre, las honrosas excepciones. Uno de los textos que me propusieron para leer no dice cosas muy diferentes: ¿Tiene la Iglesia salvación? 


Hace años coincidí con la visita del Papa en Guatemala. Guatemala se ilumina con tu presencia, decían los carteles de bienvenida. Entonces, sobre la marcha, escribí estas líneas: El fasto vaticano. El espectáculo de aquellos días, la fastuosidad vaticana, la del Estado de gala en el aeropuerto, era indigno e irrespetuoso en un país donde el sesenta y cinco por ciento de la población vive por debajo del índice de pobreza, o donde el noventa y cinco por ciento de las mujeres indígenas son analfabetas. Un treinta y cinco por ciento de analfabetos en todo el país era un terreno abonado para una exhibición como la de aquel día.
Hoy, desde mi humilde experiencia de creyente abocado, entre otros, por la nefasta influencia de la Iglesia, a ser ateo, aunque ateo interesado por la religión, la sencilla pregunta que me hago, es: ¿por qué coño los cristianos, la gente que sabe leer y mira dentro de las páginas del Evangelio y cree en Jesús, por qué sigue ahí metida, ahí, eso que a mí me parece una cueva de ladrones, entre otras cosas porque lo más importante que han usurpado es el Evangelio? ¿Por qué están ahí en vez coger cada uno las palabras de Jesús y echar a caminar por el mundo de su mano?
La Iglesia para recuperar su fiabilidad tendría que cambiar su residencia y marcharse a vivir a una favela, estar al borde de algún desahucio, llenarse las sandalias y los pies con el polvo del camino. A mí una visita al Vaticano me produce verdadera consternación. La última, hace tres años, después de visitar la Basílica y caminar entre la multitud, una verdadera parafernalia de curas, mojas y público en general que habían seguido unas cortas palabras del papa arrobados y como a quien se les aparece la virgen en el patio de su casa, nos dirigimos a la capilla Sixtina; una multitud de transeúntes transitaban por la acera, unos pocos mendigos se interponían molestos en el camino de esta muchedumbre; no vi a nadie dejar una moneda en sus manos. Más allá, una mujer mayor, de rodillas, medio tumbada suplicaba una limosna a los viandantes. Quizás la actitud más corriente de los devotos y turistas era la de separarse unos buenos metros de aquella carroña humana, no les fuera a pegar algo. Más allá les esperaba algo mucho más propio: las bóvedas de la Capilla Sixtina, la magnificencia de las esculturas de la tumba de Julio II (la gran preocupación de este sucesor de san Pedro), todos los oropeles con que se ha adornado la muy santa Madre Iglesia.
Pero leñe, ¿Por qué, cómo esta gente pudo llegar a sustentar esos ideales de grandeza sin que se les cayera la cara de vergüenza? Recuerdo, tendría yo unos veinte años, que logramos unos cuantos jóvenes que en la parroquia nos prestaran un local para hacer actividades con un grupo de scouts. Cuando quisimos ampliar nuestra acción con gitanos de la zona mediante una campaña de alfabetización, guiados por la pedagogía del oprimido de Paulo Freire, hubimos de habérnoslas con el párroco. Para este individuo (un Enríquez de Salamanca, ¡ahí es na!), representante de la Iglesia del lugar, aquello era carroña humana sin remedio. Hubimos de buscar otro local para continuar con nuestras clases. ¿Qué tiene que ver esa grandeza y ese desdén por los gitanos con aquel dejad que los pobres se acerquen a mí? ¿Será que esta gente, mala gente tantas veces, no sabe leer, que no supo leer nunca?
De paso: ¿Alguien se imagina hoy a Jesús asistido por un mayordomo, vestido con la parafernalia de su representante, Jesús en papamóvil? ¿No es todo ridículo en exceso? Las más Santas Sedes tienen techo de uralita y lindan con el dolor del mundo, leía hace poco en otro documento.
Y también aquello de: la aguja y el camello, sepulcros blanqueados, no se puede servir a Dios y al dinero, ¿a qué se referiría? ¿Cómo esta institución puede llegar a desbarrar de este modo haciéndonos comulgar con ruedas de molino?



Visita del Papa a Guatemala





Visita del Papa a Guatemala

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