La única religión verdadera



O también Mis oraciones de las cinco de la mañana, o acaso El culto a lo femenino, que es el subtítulo de un libro que leí recientemente, o quizás: Como quitarse de encima un tabú. Todos estos títulos serían válidos. Desde que terminé mis rezos, hasta la hora en que he podido ponerme al trabajo con este post, echar una ojeada al periódico, mirar la correspondencia, hacer la recolección de los higos y las uvas, cebar una bomba, desayunar, dar de comer a las carpas, recoger las cacas de los perros y depositar un puñado de pipas en el comedero de los pájaros, ha transcurrido tanto tiempo que casi he perdido ya el hilo de lo que iba a escribir.
Sí, iba a escribir sobre mis oraciones de las cinco de la mañana, no siempre, cuando se tercia, en esa hora milagrosa en que mi camino propicia ejercicios de pranayama, meditación, paseos por la memoria, contemplación de las estrellas y, con cierta frecuencia, cierta invitación al onanismo (no, no hay palabra decente o bella que nombre el sacrosanto amor a uno mismo). Todo viene junto, uno detrás de otro, aunque también puede darse que todas estas actividades se produzcan en comandita, conmilitonas todas ellas de un yo apasionado que no duda en levantarse a semejantes y desacostumbradas horas para fortalecer sus piernas y su espíritu, amén de dar satisfacción a su ánimo estético y religioso.
A las cinco de la mañana el mundo es un altar, varitas de incienso y jazmín perfuman la mística hora que precede al amanecer. Por eso camino a esta hora, uno ha visto algo de mundo y a esta edad necesita desayunarse con sofisticados platos condimentados con sabores fuertes capaces de levantar alguna emoción más allá de la plana luz del mediodía. Buscar los recovecos a las horas del día y a los momentos del año para llenarse el alma de emociones, poner un hayedo otoñal en la mira de un proyecto, un amanecer en la cumbre de nuestras montañas, un paseo bajo la luna a la vera del mar, actividades múltiples al alcance de todos los bolsillo para quien necesita sentir cierto feliz temblor dentro del pecho. Así que, punto importante, el escenario está justificado, la hora de la oración dispuesta.
Hoy el camino es una mancha atravesando el desvaído amarillo de los rastrojos, el oxígeno entra en mis pulmones despacio, lo observo, lo siento penetrar profundamente hacia mi estómago, lo retengo brevemente y enseguida un delgado hilo de aire vuelve a atravesar en sentido contrario mi tráquea, llega a la boca, lo exhalo lentamente. Y el ciclo vuelve a comenzar, me concentro en este sencillo ir y venir del oxígeno entre mi boca y mis pulmones. De ese simple acto nace cierta sensación de bienestar. Lo repito durante media hora; el camino desciende entre dos taludes donde crecen filas de almendros; luego gira a la izquierda; el Triángulo del Verano aparece tumbado sobre el horizonte. Ahora, entre los viejos olmos de la ladera que se dirige a poniente, surge, muy tenue, el conocido temblor del recuerdo de un cuerpo, cuerpo de mujer, su triángulo púbico, la música de su pelambrera empieza a ascender como rumor de hojas hacia mi consciencia. Apenas me doy por enterado, camino, me hago rogar, miro al botarate de Orión allá arriba con su carcaj en la cintura; Betelgeuse alarga la mano hacia Júpiter. Pero su presencia se hace cada vez más palpable; yoni, origen de cuanto existe, la sedosa mata de pelo, irrumpe definitivamente en mi hipófisis, se desliza por mi esófago, baja hasta la trascendental fuente de todo lo que existe, se hace delicia, perfume de madrugada. Y entonces es necesario caer de rodillas y orar, santo dios de mi cuerpo y el tuyo, bendita  tu presencia, amor, fuente de mi anhelo, demediada parte de mí mismo que encuentro en el altar del alba, que deseo, que hace brotar de mis entrañas el anhelo.
Y las estrellas impasibles guardan silencio. Y me alzo y, guardando celosamente la aparición, cuerpo de mujer, credo, intensificada presencia, el fondo de mi retina va absorbiendo toda la magnífica presencia de lo femenino, siento crecer como regalo de la noche, el deseo.

A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
(¡oh dichosa ventura!)
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.                   

Llego a casa, mi cabaña es un templo, prendo una varita de incienso, la deposito sobre la mesita de la cabaña, me desnudo, coloco mi alfombrilla de oración sobre la cama, rezo. Dioses del universo, luz y paz en la tierra, te amo, cuerpo de mujer, te quiero.

¡Oh noche que me guiaste!,
¡oh noche amable más que el alborada!,
¡oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada! 

Yo, ella, ella tú, yo ella, cuerpo de mujer, pechos de mujer, yoni de mujer, labios de hembra, sari, vestido, manos, la caricia de un beso, el profundo encuentro, noche que juntaste amado con amada. Ciertos ritos del budismo zen se prolongan el tiempo en que se consume una barrita de incienso. Dado que el rito, siguiendo los preceptos del tantra, exige no llegar nunca a un espasmódico final, que pide recogimiento y devoción, acaso tan sólo dejar deslizar por la inclinada pendiente del cráter de fuego una lágrima, hagámosle caso, prolonguemos el instante, no matemos el deseo; ininterrumpidas rezos, ayes; esparzamos sus cabellos, besemos su pubis, oremos.

El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.

La claridad del alba se asoma entre las ramas de la acacia, la sombra del comedero de los pájaros yace solitaria clavada al tronco, todavía no vinieron a desayunar sus comensales. En las altas ramas del eucalipto se posa un trocito de alborada. Tuve una amiga que recitaba de memoria a san Juan de la Cruz; era muy casta. ¡Ah, cuánto eché de menos en ella un poco de libertinaje en medio de aquellos versos que ella tan arrebatadamente declamaba con su cantarina voz de monja conventual una mañana de sol junto al Tolmo de la Pedriza! 
Viajando por Oriente llama la atención la profusión con la que suelen aparecer aquí o allá indicios de una escondida religión que todos veneramos, pero que solemos esconder en el desván de nuestra privatísima persona como corresponde a un tabú de hondísima raigambre; me refiero a la facilidad con que es posible encontrar representaciones en piedra de lingams y yonis en pequeños templos diseminados por tierras de Vietnam o la India.
Cuando era niño frecuentemente entraba en la silenciosa iglesia de los salesianos de Estrecho de Madrid para ir a rezarle a la virgen en un pequeño altar lateral donde una estatua de yeso de María Auxiliadora presidía el lugar. Era bastante frecuente que los ojos llegaran a llenárseme de lágrimas, tan encendida era mi devoción. Ahora que soy algo mayor (mi nieta dice también ser ya mayor... y tiene cuatro años), mis devociones cambiaron, como se ve más arriba, pero los resultados vienen a ser muy parecidos. Uno nació algo místico y no puede hacer gran cosa para remediarlo.
Cuando yo era chiquitito, viví la experiencia de la iglesia del dolor y la muerte. Entonces los sesudos predicadores de los Salesianos me hacían temblar de miedo desde el púlpito describiendo la crucifixión de Jesús; cómo estiraban de los brazos, como penetraba el clavo en la mano, cómo Jesús se retorcía de dolor mientras sus huesos crujían... ¡y éramos niños de siete, nueve, años!; todo el horror del mundo metido con embudo y empujando en nuestras tiernas cabezas de infantes. Predicaban la iglesia del dolor y de la muerte, pura necrofilia. Ahora que soy mayorcito prefiero otras devociones.
Cuando yo era chiquitito llegué a hacerme cortes con una cuchilla de afeitar en brazos y pecho emulando así, con mis devotas hazañas, al venerado Santo Domingo Sabio que a toda hora nos ponían de ejemplo en el colegio. La sangre y el dolor eran la purificación de mis pecados (¡pecados de niño de ocho años!). Si aquello hacía entonces, ¿por qué no emular semejante anhelo ante el altar de otros dioses?
Cuando era pequeñito leía a un obispo polaco que predicaba contra el horror de las teorías darwinistas diciendo que la dignidad del hombre hacía imposible que éste hubiera caminado nunca a cuatro patas... Después llegaron otros obispos y otros papas.
Cuando era menos pequeñito y apenas hacía que había dejado el colegio, leí a Bakunin y entonces Dios pudo ya no existir, me sentí más libre.  




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios