Leo.
Los estímulos. Sin ellos los días podrían convertirse en un erial. Se podría
seguir mediante un gráfico su evolución teniendo sólo en cuenta el estado de
ánimo, un organismo carente de estímulos es como una ameba inapetente, y por
tanto, destinada a desaparecer; cuando todo está concluso y no hay nada por
delante la vida puede hacerse insoportable. Los estímulos, caminar en la
oscuridad bajo las estrellas, buscar los olores del campo en el silencio de la
noche, atravesar el bosque, la leve trocha, oscura y fantasmal, que cruza entre
los helechos, esperar a la siguiente luna para inventar un nuevo proyecto que
termine en la cima de alguna cumbre prominente, escribir esta rueda de la
fortuna que son los días de septiembre cuando los melocotones ya no pueden
sostenerse sobre las ramas del árbol y se dejan caer sobre la tierra, recuperar
la memoria de sí con fuerza como un salvavidas que ha de sostener el peso de
nuestro cuerpo en el embate monótono y azul de las aguas sin horizonte.
Las
lindes del yo, entrevistas en la hora de la siesta, las lindes donde el
inconsciente mezcla sus aguas primordiales con la realidad para convertir el
duermevela en un espacio mágico donde se quema el incienso de nuestra
sustancia, tan difícil de alcanzar y de tocar. Inaprensible nosotros que busca
reafirmarse en la memoria y en los hechos que formaron el yo, capa de calcita
tras capa, gota a gota; que ha de mirarse a sí mismo para buscar la
confirmación necesaria de la existencia, afirmación de un vivir aceptable,
creativo, adaptado a la capacidad de cada cual; convivencia con los pájaros y
los gatos, con los perros, con las ramas susurrantes de los árboles, con el
perfume de la madreselva que delimita la parcela por el norte.
Se
trata de un curso de antropología que sigo. El estímulo. Termino un capítulo y
dejo el libro a un lado. Más allá hay un ejemplar de El último invierno; lo abro, leo, estoy en Laponia, leo a Unamuno
mientras nuestro doscaballos
atraviesa los densos bosques de abedules fineses; los lagos en los que se
refleja el atardecer. Eso fue hace cuatro décadas. Estímulos, dejo el libro,
miro la luz dorada del atardecer penetrando por los listones de la persiana, un
ramalazo de bienestar me corre por dentro inesperadamente. Mi yo se reconoce en
el texto, en la historia que se narra, vivo esta tarde de ese haber vivido,
haber escrito, de la tibia desnudez de después de la siesta, poco después de
haber recogido algunos kilos de melocotones que el viento o los pájaros han
hecho rodar sobre la plataforma que rodea la piscina; aterciopelados al tacto,
pero aún verdes.
Me
persigue la preocupación de un tiempo en que los estímulos sean escurridizos
como truchas, leves y fuera del alcance de mi mano. Sé que tendré siempre la
memoria a mi lado, la dulce memoria de las palabras y los versos junto a los
hechos sobre los que estos se levantaron; humilde pregón con que calentar los
años por venir, mas suficiente, prolijo lo necesario para un austero paladar,
para el gusto por ese puñado de cosas que conforman la existencia. Pero aun
así, los estímulos y su comportamiento errático. La muerte de Virgilio. No comprendo la larga conversación de
Virgilio con Octavio, aquel intentando destruir La Eneida, resignado a no haber conseguido la perfección, no desea
dejar tras su muerte una obra perfectible. ¿Un exceso de exigencia hacia sí
mismo?, ¿deseo de asimilarse a los dioses?, ¿vaga certeza de que lo único que
realmente vale y existe en el universo es uno mismo, en este caso enfatizado
hasta la locura? ¿A qué dejar nada tras de sí si uno ya no está, partió hacia
la nada? La obra de arte como sustento y placer de su creador, egocéntrico
deambular por el mundo de uno mismo, la ególatra perversión de quien,
consciente de su finitud, su ser un grano de arena en la inmensidad del desierto,
y a la vez, por tanto, de la insignificancia de todo ser vivo, de los otros,
opta por recluirse en su propio universo en la compañía de amor, su Pocia bien
amada, y, aislados así del resto del mundo, agarrarse férreamente a la tangible
certeza, la única cierta que le asistirá en el momento de la muerte; tan
próxima ella, tan iluminadora de la verdad única que le acompañará hasta el
momento de la expiración.
Octavio
le objeta: “Los hombres se sustituyen unos a otros, sus cuerpos mortales se
suceden, sólo el conocimiento fluye y fluye más allá de la lejanía, hacia un
encuentro inefable”. Y a mí qué, parece estar pensando Virgilio. Y la lectura
posterior de unas pocas líneas de El
último invierno, abunda en parecidas razones. Cuando el placer que sentiste
leyendo aquellos fragmentos no pueda ser reproducido en tu organismo, cuando la
obra y el autor hayan sido separados por la muerte, pesará sobre aquella una
tan profunda orfandad, que milagro será que pueda seguir caminando sola por el
mundo.
Lo
que genera fuerza interior y nos proyecta más allá de nosotros mismos, el
estímulo. Aprovecharlo, retenerlo, mimarlo. Estamos en permanente interacción
los otros, pertenecemos a un conjunto social más amplio, cierto, y el
conocimiento debe fluir más allá del individuo para que así sea posible la
permanente construcción de una civilización, de una cultura; pero
esencialmente, no habría que olvidarlo, el estímulo y sus frutos, son
primordialmente un bien personal, algo que perteneciendo a la esfera privada
nutre a ésta de la conciencia de la sensación de vivir que el organismo
necesita para enfrentar el vacío y sentir el pálpito de la emoción.
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