Si yo fuera Dios tendría piedad del corazón de los hombres




Si yo fuera Dios tendría piedad del corazón de los hombres, cantaba hace un momento el anciano Arkel, en un emotivo momento de la ópera de Debbusy, Pelléas y Melisenda. Mientras se apagaba el proyector y desaparecía silenciosa la pantalla en el cajetín del techo —los aplausos, tan merecidos, todavía sonaban en mis oídos—, quedé pensativo considerando aquellas palabras. Recordaba una imagen reiterativa de días pasados, que amigos o amigas del Facebook habían colocado en su muro; todos la misma; en ella aparecía un hombre con cara de perplejidad sobre un fondo en el que se distinguía una fotografía con dos niños pequeños; en el texto de la entrada se pedía la cadena perpetua para este individuo con palabras destempladas que auguraban un soterrado sentido de venganza. Hoy quise volver a ver estas entradas, pero miré en vano en los muros correspondientes, habían sido eliminadas. Lo que indica que aquella ira que provocó la inclusión en el muro o, había sido matizada o se consideró más tarde que aquel grito afeaba con su intemperancia un tanto aquella portada.
Durante mucho tiempo he visto aparecer diariamente en la prensa esa noticia de dos niños muertos, desaparecidos, acaso matados por el padre; no sé, no leo nunca esta clase de noticias, sólo sé que diariamente aparecían, no llegué a leer nada realmente. Son noticias de esas de las que la prensa amarilla suele sacar buen partido explotando el morbo hasta la indecencia. A mí desde el primer momento el rostro de este hombre me produjo una enorme piedad, de parecida manera a como me la produce Breivik, ese personaje que asesinó fríamente en las cercanías de Oslo a setenta y tantas personas. Golaud, en la ópera recién vista, mata a su hermano Pelléas, que a su vez se ha enamorado de su esposa, Melisenda. También Golaud me conmueve.
Tampoco Cristo se muestra muy condescendiente con cierta clase de desgraciados, un espíritu soterrado de venganza recorre algunas partes del Evangelio: Mateo 25, 31-46, por ejemplo (“Apartaos de Mí, malditos, id al fuego eterno”). Contra lo que se suele creer no es el Jesús del Evangelio muy piadoso con el prójimo; recuérdese aquello de: El que sea bautizado se salvará, el que no crea, se condenará (Marcos 16: 15-16), si eres mi amigo, vale, lo tendrás todo, si no, vete a la puta mierda a cocerte en el fuego eterno durante toda la eternidad (casi nada...). Y si escarbamos en el Antiguo Testamento, lo que encontramos es un Jehová celoso, egocéntrico, pero sobre todo vengativo en una dosis de poner los pelos de punta a cualquier bienpensante.
De todo esto, acaso la sentida declamación de Arkel ante el cúmulo de desgracias que se ciernen sobre su casa, Si yo fuera Dios tendría piedad del corazón de los hombres, resulta de todo una buena nueva de la que los dioses y los humanos tendríamos que tomar buena nota. Arkel había cantado momentos antes a la belleza, a la mujer; viejo y enfermo siente en sí que no tiene otra manera de conciliarse con la muerte que llegar a ella envuelto de lo eterno de aquellas; la tristeza de todo lo que vemos... canta, le induce inevitablemente a refugiarse en esa religión que días atrás a mí me parecía la única religión verdadera. Amor y belleza, instancias últimas  para un mundo de locos a los que persigue, todavía, un ancestral y terrible espíritu de venganza.
La plaga de la venganza es una enfermedad de la que no está exenta los dioses; cuánto menos lo estarán los humanos. La piedad es una virtud que raramente se prodiga entre nosotros. En la obra que oí esta noche, el triángulo amoroso desencadena una tragedia tras otra. No es mi culpa, canta Golaud hacia el final. Golaud canta medio loco de arrepentimiento después de dar muerte a Pelléas; hay que creerle. No le justificamos, pero sí podemos llegar a entender hasta donde podemos llegar a ser víctimas de nosotros mismos. Las pasiones por medio, las tantas locuras que pueden anidar en el cerebro del hombre.
Lo que ya no estoy tan seguro es si esta piedad debe extenderse, más allá del individuo concreto, a entidades, por ejemplo, como Goldman Sachs, a la que Matt Taibbi definió como "un calamar vampiro asfixiando a la humanidad". Quizás éstas sean un reflejo que sólo es posible a partir de los condimentos personales de ciudadanos de a pie. La monstruosidad de las pequeñas contribuciones personales —en el mundo nadie se libra de hacer su breve aportación al mal general—, la codicia entre ellas, hace posible que el ejemplo cunda y nazcan esos otros monstruos, que acaso son una réplica de una extendida parte del corazón humano. Lo que no quiere decir que ello justifique nada, sino que apunta a dejar claro que el mal que tanto cunde en el mundo es sólo un reflejo de lo que sucede en el alma de hombres y mujeres corrientes. La plebe, sea ésta los alemanes de la Segunda Guerra Mundial o la de los musulmanes de días atrás instigados por los salafistas, tomando como pretexto la película La inocencia de los musulmanes, no nace esporádicamente de poblaciones totalmente sanas; la enfermedad que germina soterrada en el alma humana se desencadena en momentos de tensión hasta adquirir proporciones monstruosas: delación, muerte, asesinatos, exterminio de los judíos; la lista puede ser interminable.  
Cuando tantas voces se alzaban estos días atrás de manera destemplada pidiendo "cadena perpetua para este desgraciado" (desgraciado en el sentido más peyorativo), no era difícil sentir un ligero temor dentro de uno, ese tufillo que viene del descontrol de la masa previamente calentada y exacerbada por algo, alguien, los medios, y que lo único que hace es despertar al monstruo de la venganza que anida en el alma y que la cultura y la civilización no han logrado domeñar después de milenios de toma de conciencia.
Si yo fuera Dios tendría piedad del corazón de los hombres.

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