Al final de la primavera comencé un
diario titulado Diario de las cinco de la
mañana. El título venía inspirado por un libro de Pennac, Diario de un cuerpo, que me regalaron en
los anteriores reyes mi hija Lucía y su chico, Quique (al regalo de Guille y
Rosa espero que le llegue algún día su turno como fuente de inspiración; su
libro, Conquista de lo inútil, de
Werner Herzog, merece también otro largo relato...). Últimamente he tenido
suerte con sus regalos porque al de los reyes anteriores, Relatos autobiográficos, de Thomas Bernhard le cupo ser
motivación para que durante aquel mismo invierno escribiera mi última novela, La edad madura. Así que desde aquí mi
agradecimiento por el inspirador regalo que supuso para mí este movimiento de
bolas de billar de sus reyes. Ahora, este diario de las cinco de la mañana, que
llevo con cierta regularidad, está a punto de convertirse en mi trabajo
literario del año, una novela más, algo que pretende ser un largo relato de lo
que esa hora de recogimiento y caminar por los alrededores de mi
casa o la sierra de Guadarrama sugiere al monje poeta de este magnífico momento
que precede al alba.
Hoy,
cuando mi despertador sonó a hora tan intempestiva, algo más tarde en realidad
dado que debía de hacer cierta concesión a todo el ajetreo de la noche anterior
que me había mantenido entre la multitud en las cercanías del Congreso, llovía;
con bastantes ganas, sí. Dudé un instante entre salir a caminar o no, pero en
seguida me repuse. Me fui a por las botas de montaña, busqué el chubasquero,
intenté encontrar los pantalones de agua sin resultado y me subí al coche para
conducir hasta el lugar habitual desde donde comienzo siempre a caminar. Si lo
hiciera desde casa tendría que andar un buen rato junto a la autovía y prefiero
el campo solitario y oscuro que se extiende más allá hacia la cuenca del río
Guadarrama.
Llueve.
Embozado en el chubasquero, golpeándome el agua contra la cara, inicié mi
marcha por el sendero que zigzaguea sobre las someras colinas que se dirigen
hacia el cementerio de Batres, a poniente. Intentaba concentrar mi atención en
el fluir de mi respiración, pero la mente se me iba por otros derroteros. Cuando
pasé junto al almendro solitario que columbra la loma, un lugar que mi hija Lucía
debe recordar acaso con cierta nostalgia porque hasta allá, en su época de
adolescente, cuando la pereza podía roernos a todos hasta lo más hondo de
nuestras disposiciones, yo corría desde casa para colocar en sus ramas un
señuelo que ella debía de recoger tras una corta carrera desde nuestra parcela,
un kilómetro a vuelo de pájaro de allí; cuando pasé ante él vi en seguida que
no me iba a ser posible concentrarme hoy en mi acostumbrado ejercicio inicial de
pranayama: había demasiado bullicio en mi interior.
En
los días últimos, mis meditaciones, que tanto es agradable pajoteo físico o mental
como incursionismo de feligresíacas consideraciones en torno a la existencia y
sus concomitantes, tratan
frecuentemente de hacerse hueco en cierto descontento que hasta ahora no parece
encontrar su salida, la posibilidad de hacer una vida lo suficientemente
interesante como para que a su vez ésta pudiera servir de trampolín para una
nueva escritura; algo que hasta ahora resultó con bastante éxito, parece cada
vez más difícil; ése es la idea de arranque, la madre del borrego. Y así,
frente a ella, cuando me adentro en la oscuridad del camino que baja al valle
de los olmos, siempre con el repiqueteo de la lluvia sobre el chubasquero, el
pronto me dice que acaso la opción más propia sea pasar a formar parte de una
comunidad de monjes tibetanos y hacer de mi cabaña un pequeño monasterio. De
hecho con los años el individuo va continuamente sustituyendo unas realidades por
otras, de la misma manea que el frío del otoño que comienza viene a sustituir,
en un tránsito apenas perceptible, a las frescas madrugadas del verano, el frío
y la lluvia de hoy a alguna posible ensoñación erótica en pleno camino. La
llegada de nuevas realidades, reciente paisaje interior al que ir acomodando la
mueblería habitual de las disposiciones y el modo de entender la vida. Todo pasa y todo queda/pero lo
nuestro es pasar,/pasar haciendo caminos,/caminos sobre la mar, como dice el poeta. La inevitable corriente del tiempo que nos lleva
hacia la mar, que es el morir. Ni escéptico
ni pesimista, acaso una leve resignación porque el tiempo te va colocando en un
rincón al que, para defenderte, habrás de dar nombres benévolos para
convencerte a ti mismo y tratar de vestir lo inevitable con un cierto color de
bonanza y resignación. Vida de monasterio frente a ese otro picoteo de aquí y de
allá que acaso ya está excesivamente sobado.
Llueve. Una ligera capa de barro
cubre el camino. Mis pies van dejando una huella profunda sobre légamo de
viejas rodadas de automóvil. El cielo está empezando a iluminar un paisaje que
poco a poco sale del sueño, aunque hoy envuelto en colores nuevos, colores que
con su pátina de lluvia poco a poco irán creciendo en consistencia hasta
convertirse, allá en lo alto, en apagados y luminosos campos de Brueghel, rastrojos
remozados de agua, campo yermo de sombrío chocolate, siluetas negras de los
postes del tendido eléctrico como extraños fantasmas no muy diferentes a
molinos de viento cervantinos recién arrancados al reino de los murciélagos.
Pero acaso me equivoco y no deba
dejar ni el parloteo un poco hueco tantas veces de las redes sociales, ni la
escritura, ni tantas hemorroides con que uno va sembrando de dificultades su
propia visión de la vida. Y este salto cualitativo arranca ahora del feliz recuerdo
de la tarde de ayer subido en el parachoques de una furgoneta que había quedado
atrapada por la multitud al principio de la calle Cervantes, frente al espléndido
espectáculo de Neptuno rebosante de rostros amigos y solidarios que gritaban contra
la inmundicia del sistema y por la creación de un mundo mejor; estamos
cambiando el mundo, disculpen las molestias, decía el otro día una pancarta. La
verdad es que con esta movida en ciernes, se me ocurría, me iba dar pena
meterme a monje. Guardaba un precioso recuerdo de la tarde anterior, los
rostros, la veracidad del discurso que allí se estaba imponiendo, la fiesta que
bajaba por la calle Cervantes encabezada por gente del 15M de Valladolid, los
gritos, ¡sí se puede, sí se puede! ¿Sería
verdad que sí se puede?
¿Y entonces qué? ¿Abandonar el
pesimismo y los proyectos de vida monacal y volver a la rutina, a las redes
sociales, a la escritura, a ser uno más entre los ciudadanos de este país que
quieren cambiar el mundo?
La lluvia era también un precioso
regalo para la madrugada, para mis ojos, para mi olfato; traía consigo la
esperanza de una renovada afición por la realidad del momento. Cuando después
de comer leyera la prensa y me diera una vuelta por las redes sociales, mi ánimo
subiría todavía mucho más, me parecerá entonces estar recobrando el estado de
disposición y conciencia de cuarenta años atrás cuando la calle también fue un
campo de batalla para recuperar los derechos esenciales que el franquismo nos
había robado. La policía —la jauría de perros que usa el sistema para seguir alimentando
sus privilegios espurios— la multitud, los gritos, el deseo de justicia y
libertad... la historia volvía a repetirse... la calle en consecuencia volvía a
ser un hervidero.
Imposible esta mañana regresar ya al
espíritu de recogimiento de la hora. Los estímulos, esos de los que hablaba días atrás volvían a ser revoltosos chicuelos que hacían difícil mi concentración.
Bienvenidos sean.
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