Mis cinco de la mañana de hoy
parecían destinadas a aventar la memoria de los tiempos de corredor de unos
años atrás. Caía un agradable chirimiri sobre el mundo; el campo, que recogía
el reflejo de la luz que proyectaban las nubes iluminadas por el lejano
alumbrado público de la ciudad, aparecía como una estancia que hubieran
aclarado con un cabo de vela. Por las rodadas fluía hilachos de agua, el
camino mojado brillaba en la oscuridad. Hoy sustituyo la atención en el ir y
venir del oxígeno a través de mis pulmones por una especie de letanía cuyo
monótono recitado consiste en repetir durante largo rato la palabra Namu-Amida-Butsu,
un mantra usado en la meditación zen cuya pronunciación reiterada y monótona
produce una curiosa paz en quien lo recita. El chirimiri es el pentagrama sobre
el que mi recitado se va desgranando mientras me adentro en la oscuridad.
Mas hoy no tardó en aparecer, como
en otras tantas veces, un leitmotiv entre uno y otro mantra. Quizás fuera el
agua y el barro lo que conectaba las sinapsis de las ramificaciones de mi
memoria hasta llegar a encontrar entre el barullo de los recuerdos los rastros
de mis pasados entrenamientos para los maratones en inviernos lluviosos que, a
esta misma hora, me obligaban a correr entonces hasta quince o veinte
kilómetros bajo la lluvia o sometido a temperaturas bajo cero, un recuerdo que
rememoraba ayer cuando escribía un comentario en Facebook a Manuel, un veterano
de estas cosas que días atrás participaba en una prueba que cubría la distancia
Madrid-Segovia. Mis recuerdos se remontaban a una tarde de calor en que
pertrechado en la euforia naturalista de Walden,
de Thoreau, descansaba de una larga carrera-caminata de cien kilómetros que
había cubierto en un tiempo cercano a las veinte horas. Thoreau hablaba
de la vida en los bosques, el ventilador ronroneaba; era un recuerdo dentro de
otro recuerdo, como en las muñecas rusas. También merodeaba por la memoria un
maratón y el artículo de un revista que leí entonces; Maratón, esta locura de correr, se titulaba. Quizás fue aquella
lectura la que contribuyó definitivamente a que un buen día cambiara mis botas
de montaña por las zapatillas de correr. El periodista saltaba de un lugar a
otro del mundo refiriendo sus propias experiencias matatonianas; en un
pueblecito de León donde se celebraba otro maratón, en Namibia, en las puertas
de Brandemburgo, en las calles de Madrid... y yo, leyendo aquello, sentía una burbujeante
emoción subirme por todo el cuerpo. En León, en el momento del relato en que la
carrera se acercaba al kilómetro treinta, noté que los ojos empezaban a
humedecérseme; la voluntad del corredor pidiendo un trabajo mantenido que el
cuerpo no podía ya dar; las ampollas, las piernas rígidas, el esfuerzo por
llevar un poco de oxígeno a los pulmones, colocaban al borde del colapso a los
corredores. La emoción brotaba de la lectura como una fuente cantarina. Recordaba
mientras leía mi modestísima carrera en el último maratón de Madrid: mi trotar extenuado
por la cuesta final desde el río Manzanares hacia Atocha; los pequeños grupos
de espectadores aplaudiendo; algunas bandas de música. El artículo relataba los
últimos ocho kilómetros del maratón, los grupos se habían disgregado, una mujer
morena que había seguido de cerca la carrera del periodista atleta sin decir
palabra, se aproximaba y le decía "De aquí en adelante es matar o morir.
Si tienes fuerzas sigue mi paso". "No puedo, sigue tú", respondía
él. Kilómetro 38,5, el cerebro, obnubilado por el esfuerzo, viajaba en el
límite entre realidad y la enajenación. Revivía mi propia carrera en las
cercanías de Atocha. De pronto la multitud creció, se oían aplausos que fueron creciendo
metro a metro. Se me hacía un nudo en la garganta, una emoción repentina me
llenó por entero mientras oía la música que brotaba en las cercanías de la
meta; después me sentí solo por medio de ese gran pasillo que llevaba al final,
como flotando en el aire. Las piernas no resistían más; unos metros todavía y enseguida
oí un grito que me sacó de mi estado de hinopsis: ¡papá! ¡papá! Era mi hija
Lucía que venía hacia mí para abrazarme; entre los espectadores estaban mis
otros hijos, Victoria, Rosa, Quique, Marisa, mi hermana, mi sobrina Beatriz, incluso
mi padre ciego había venido a recibirme en las cercanías de la meta. Agité los brazos sorprendido, temiendo
que fuera a caer al suelo; tan exhausto estaba; las piernas apenas me sostenía,
apenas pude contener las lágrimas en aquel momento.
El chirimiri
había dado paso a una lluvia intensa. El agua escurría por mi chubasquero y
empapaba mis pantalones; los deportivos no tardaron en convertirse en un puro
charco. La euforia del momento era también la euforia de los inviernos de
entrenamiento antes del amanecer, antes de arreglarme para ir a cumplir mi
trabajo en la escuela.
Raramente un
artículo de una revista me había llegado a suscitar con su asociación de ideas
un estado emocional parecido. Un mes después de aquel primer maratón viví una
experiencia similar con los cien kilómetros del Corricolari, cuando llegaba a
la meta del estadio de la Peineta tras veinte horas de caminar y correr
ininterrumpidamente. Llegaba extenuado, solo; quise hacer el último tramo de la
pista del estadio corriendo; cuando daba la última curva sonó estentóreo el Aleluya de Haendel junto a los graderíos.
La música y el trabajo, el sufrimiento acumulado, hicieron que en aquel
instante volviera a brotar una honda emoción.
Inesperadas se agolparon de repente en unas décimas de segundo las muchas horas
de camino: el doloroso ponerse de pie en Tres Cantos para continuar en un momento
en que las ampollas parecían hacer imposible seguir; los veinte kilómetros
finales corriendo desde San Sebastián de los Reyes; la noche; el pisar firme
sobre las ampollas; los rastrojos de los campos despertando ante los primeros
rayos de sol, la sonrisa cordial de los otros corredores a los que fui adelantando
desde las primeras horas del alba; la sensación de mi cuerpo terso y fuerte; el
sudor inundando toda mi piel; el cielo azul; el suelo empedrado, duro,
inclemente, como agujas en la planta de los pies.
Imponerse de
esa manera al agotamiento y al dolor fue un gran descubrimiento para mí; encontrar,
después de que a las tres y media de la madrugada creyera imposible continuar, que mi cuerpo podía superar lo que
horas atrás parecía imposible, ese punto en que la voluntad se niega
rotundamente a seguir, era un maravilloso hallazgo.
La
madrugada se había vuelto a hacer de agua. Los pies se me hundían en el barro.
Intenté volver a mis mantras pero el momento era demasiado hermoso, estaba
cuajado de otras madrugadas y de otras lluvias y necesitaba toda su atención
para seguir los rastros que la memoria iba iluminando en torno al hecho de
correr. Correr, caminar, una magnífica filosofía para la vida, para la memoria,
para sentarse un día como hoy, lluvioso y oscuro, frente a la ventana y
exprimir como líquido precioso pocillos de emoción en el ánimo.
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