El cantar tiene sentido




Miraba por la ventana después de la merienda. De alguna manera notas que la vida se dirige hacia su final, que vas acercándote hacia la última parte de la carrera en la que te has empeñado hace más de medio siglo, que la tarde, tan tibia, tan cotidiana que atraviesa las ramas de los olmos en su último suspiro, es hermosa como lo ha sido gran parte de los años que viviste. Esa claridad sobre la existencia que no tenía antes se acuna al final del día en mi ánimo mientras fuera el bosquecillo de las acacias y los olmos agita débilmente sus hojas doradas hablando también del tiempo, reiterativo, tenue, siempre en movimiento que lleva y trae las estaciones a escena una por una, ayer el verano, hoy el otoño, mañana, cuando la parcela esté alfombrada plenamente con el ocre de las hojas, cuando las ramas alcen sus manos desnudas al cielo, el invierno.
Y lo agradable que es encontrarse a esta hora ese revoltijo de una historia que estoy construyendo, en donde la cercanía de un  primer cuerpo de mujer venía a entreverarse con la noche heladora de un final de adolescencia en que perfectamente podía haber dejado de existir. La vida, que se agita en la cercanía de los cuerpos hechos para ser amados, y la muerte, el precipicio a cuyo borde llegaremos un día cargados con el preciado tesoro de nuestra existencia para hacer entrega de nosotros mismos a la nada de un vacío incomprensible.


Siempre al final de tardes como éstas la ensoñación, despierta y alimentada por la cálida presencia de los recuerdos, atraída por la antinomia de las antípodas y por el fervor a la vida. Y llegan mientras tanto a la pantalla de mi portátil unas líneas desde el Caribe, el Facebook: todos queremos amigos, también más allá del Atlántico: Jesús Rodríguez; en su muro aparece el rostro afable de un hombre de edad de barba cana, en sus manos se demora un rosario. Me pregunto cómo habrá llegado a la web de un ateo practicante como un servidor el amigo Jesús. Gracias, Jesús. Y como el mundo está al alcance del ratón y me preguntaba ya por el sentido que tenía haber empezado a escribir estas líneas de hoy, recordé al pairo de esta idea el título de un tema que cantaba Amancio Prada: El cantar tiene sentido; y entonces un par de clics me lleva hasta él y escucho aquello de cómo la noche me enamora; temas que remontan la cuesta de un tiempo ido de la misma manera que lo hace mi escritura de hoy tratando de abrirse camino en la memoria. Abandonar la lectura, la tarde que se extingue al otro lado de la ventana para levantar la tapa del portátil y seguir el impulso de una idea también tiene sentido.
El punto de la historia que estoy escribiendo transcurre en una remota noche de invierno del año sesenta y seis en el momento en que dos muchachos se pierden entre la niebla de unas montañas sobre las que una abundante nevada ha hecho desaparecer cualquier signo que pueda ayudarles a orientarse. La muerte estaba ahí, a la vuelta de la esquina, cuando un puente de nieve cedió y uno de ellos cayó en medio de la oscuridad más absoluta en la corriente de un río que lo arrastraba. Era mi primer encuentro serio con la montaña.

Vida y muerte son dos términos que aparecen con frecuencia en los derroteros de la escritura; casi teme uno que su uso llegue a trivializar las palabras, su semántica. Y hago una pausa y echo una ojeada por ahí y me encuentro con que el andarín Manuel Coronado ha colocado unas fotos de su huerto en su muro precisamente hoy que anduve trajinando entre las hortalizas, un poco más allá de las lombardas y las zanahorias preparando el bancal donde plantaremos los ajos mañana mismo. Los pimientos y los tomates terminaron su ciclo vital la pasada semana y ahora les toca el turno a los ajos y a las coliflores. Y yo, sentado apaciblemente frente a la tarde, me entretengo en reproducir alguno de esos ciclos, el frío, el calor, las estaciones, las incidencias del camino, la adolescencia, un primer amor, también la muerte de ella, que se demorará hasta el final del relato.
Cierto verano que atravesaba caminando España de este a oeste, una amiga me soltó en un email una frasecita que venía a decir que era un verdadero maníaco con eso de escribir constantemente sobre aquello que me traía el camino, que escribía más que andaba. Me temo que ella, que era buena aficionada a la escritura, estaba un tanto celosilla; nos habíamos peleado recientemente y no encontró otro modo de meterse conmigo. Le contesté que esa manía mía se correspondía con un impulso ancestral que venía practicando el hombre desde que empezó a habitar las cavernas. Terminar la jornada y hacer relato del día día junto al fuego ritual en que hombres y mujeres se arropaban frente al frío y la noche, debió de constituir una de las prácticas más genuinas de aquella gente primitiva. No hay porqué que valga, simplemente se siente el impulso y se le sigue la corriente. El sentido de la escritura o del relato oral está en la necesidad de expresarnos. Mi nieta Ainara, que ya ha empezado a hacer unos dibujos muy chulos, si le preguntáis sobre el sentido que tiene sus pinturas, seguro que os va a mirar como a bichos raros. Le encanta dibujar y dibuja, ya está; a uno le gusta escribir y escribe. ¿Para qué más?

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