Diario de las cinco de la mañana
Las cinco y media de la madrugada. Lo que uno realmente piensa de las cosas pertenece frecuentemente al reino de lo no confesable. El coche subía ahora la empinada cuesta que lleva al alto de El Laderón; hacía días que no llovía y el suelo, aunque algo arcilloso, aparecía consistente. En lo alto un cruce de caminos a cien metros señala el lugar donde suelo aparcar el coche. Para no hacer maniobra y como el terreno está ya seco, decido atajar por un sembrado sin más. El terreno está firmísimo, no pasa nada, me digo. Nada de nada. No he rodado más de treinta metros cuando de pronto siento alarmado que las ruedas del coche ceden, ceden, ceden. ¡Mierda! Ya tengo en la cabeza toda la movida que me espera, buscar un tractor, una cadena, gente, pueblo, y, lo que es peor, la sensación de sentirme imbécil por haberme metido allí sin comprobar la firmeza de la tierra. Me bajo del coche, las ruedas se han hundido hasta más de la mitad; en el momento que pise mínimamente el acelerador las ruedas traseras habrán desaparecido completamente en el barro. Asumo ya mi metedura de pata. Subo al coche, pongo con escepticismo la reductora y piso muy ligeramente el acelerador: ¡el coche se mueve!, ¡avanza!, se agarra a un terreno más firme: ¡sale del barrizal!: ¡albricias! Ufff. Respiro hondo. Tengo en la mente el cuadro completo de unos años atrás durante un largo viaje por Europa.
Estábamos por llegar a la frontera de Ucrania con Moldova y empezó a llover débilmente. Más adelante había un camino muy cuco que descendía hacia un riachuelo y luego se internaba en las colinas. Lo tomamos, encontramos un prado precioso para pasar la noche. Cenamos, preparamos la cama en la parte de atrás del todoterreno y nos echamos a dormir, momento en que la ligera lluvia de hacía un rato empezó a arreciar. No llovió nunca tanto ni tan reciamente como aquella noche. Nos habíamos fabricado nosotros solitos un bonita encerrona. A la mañana siguiente continuaba lloviendo, estábamos en unas colinas solitarias donde siquiera podíamos ver un campo sembrado que nos indicara la presencia de una casa o aldea. Relatar las tres horas que pasamos luchando con el barro, buscando caminos alternativos, desbrozando jarales y retamas bajo la lluvia para poner bajo las ruedas, hubiera sido trabajo interesante para una cámara. Un buen motivo para ese espléndido blanco y negro de Béla Tarr remozado siempre de lluvia, viento y soledad. Cine en estado puro, la lucha contra los elementos, la aparente indiferencia del hombre ante los imponderables. Pese a todo volver a levantarse del barro una y otra vez, hincar la rodilla en la tierra, los codos, alzarse. Tres horas tardamos en vadear un riachuelo y hacer los trescientos metros que nos separaban del asfalto.
Mis pensamientos, que se había atascado en el incidente que se produjo al meter el coche en el sembrado —lo que uno piensa realmente de las cosas pertenece frecuentemente al reino de lo no confesable—, no encontraban el hilo de la continuidad, no sabía a cuento de qué había surgido en mi cabeza, pero la cuestión estaba ahí y ahora no sabía qué hacer con ella. Vista así por encima la proposición parecía ser verdadera. Nuestra mismidad es muy suya y lo que verdaderamente se cuece en la materia gris del cerebro no siempre es compatible con los cánones más corrientes, ni siquiera se hace comunicable a las personas más allegadas, el yo esconde para su muy exclusivo uso personal deseos y pensamientos que nunca gustaría ver expuestos a la luz pública. Por ahí debía de andar el asunto, la quisquillosa mismidad que corre con el peso de aspectos del yo no del todo canónicos y que, aunque sólo sea por la simple comodidad de no sufrir mayores molestias, está acostumbrada a edulcorar opiniones y puntos de vista, atendiendo así, cualsease asunto que se presente, con el ojo puesto siempre en evitar a toda costa cualquier conflicto con el exterior, a su propia salud particular.
A la madrugada no le faltan ideas hoy. Estaba llegando al almendro solitario, cuando recordé el magnífico porte otoñal que tenía el peral de la parcela y, así, bajando la cuesta pergeñe la posibilidad de continuar con una historia de gatos que tengo entre manos. Más abajo, en esa curiosa discontinuidad que lleva a los pensamientos de un lado para otro, me encontré de repente en la Antártida. Amundsen y Scott rivalizaban por llegar los primeros al polo Sur. Recordaba a Oates, uno de los expedicionarios que con Scott luchaban por regresar indemnes a casa tras haber alcanzado el polo Sur, que viéndose en el límite de sus fuerzas y para no ser estorbo para sus compañeros, se dirige a ellos y les dice: "Sólo voy a salir un rato", y sale de la tienda y se aleja del campamento hacia la muerte inevitable. O a Scott, cuando ya está todo perdido, que escribe a su esposa (su carta la encontraría después el equipo que rescató sus cadáveres): "Sabes que te he amado, conoces que mis pensamientos estuvieron constantemente en ti; querida, debes entender que lo peor de esta situación es el pensamiento de que no te volveré a ver. Lo inevitable debe ser enfrentado." La voluntad de ir más allá, el encuentro con los propios límites, el amor, la salvaje terquedad del ser humano.
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Expedición de Scott en el Polo Sur (fuente) |
Tenía en la memoria a Reinhold Messner, a Ramón Larramendi, tanta gente poco común que deja la comodidad del hogar para... ¿para qué? Empeños inútiles que llegarán ahí, a las dormidas notas de las cuerdas del arpa de Bécquer (esperando la mano de nieve / que sabe arrancarlas) para sacarle a la vida toda la música que ésta es capaz de dar: ¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas / como el pájaro duerme en las ramas!).
Porque qué coño, uno añora aquellas cosas, lo que sea, esa tierra en donde damos/dimos lo mejor de nosotros mismos; aventuras tan inútiles como hermosas. Conocer la vida y sacarle la música de las profundidades como se saca el cante de las honduras del alma o una melodía de las cuerdas de una guitarra. Darle a la existencia lo que ésta te pide para mantenerla contenta, tensa como las cuerdas de un arco, dúctil como las ramas de un sauce, fuertes y ágiles como los pies y manos de un escalador que trepa por la cálida textura de una hermosa pared de granito.
Y ya el susto del coche embarrado se me había ido como por ensalmo y me volvía a encontrar con la euforia de los pensamientos que, como aves en busca de su primavera, buscaban las tierras cálidas, el sol, el arrullo de esas verdades de cajón que revoloteaban en torno a mí como hojas de otoño en tarde de brisa.