El camino es un puro y negro charco,
mis botas se hunden a cada paso en el barro mórbido en que han convertido la
pista los últimos días de lluvia. Como suspenso en la noche cae sobre el campo
un chirimiri silencioso e intemporal. Al fondo, por poniente, el azogue del
cielo se hace resplandor de hoguera bajo las pesadas nubes que cubren los
pueblos. Me preguntaba si el barro o la lluvia podrían llegar a ser una de esas
circunstancias bajo cuyos auspicios llega de tarde en tarde a la gente algún
especial momento de gracia. Momentos de gracia que son como regalos inesperados
que trae la brisa, puro refresco para el espíritu que en tales instantes,
abandonando la rala prosa de lo corriente, se siente como trascendido, fresco y
feliz sin necesidad de que le haya tocado ninguna lotería; plenamente
consciente de su mismidad, inspirado, luminoso.
Qué les mueve a esos momentos de gracia, quién
los provoca, ¿por qué irrumpen así sin más, tan gratuitamente en la existencia,
proporcionándonos una vívida sensación de plenitud? Dónde podríamos buscarlos; porque
indudablemente están situados en encrucijadas determinadas, en lugares precisos
de la cartografía personal; oteros o cimas desde los que alientan una vida, por
decirlo de alguna manera, más luminosa y llena de aliciente. Cuando uno
repasa a grosso modo el voluminoso libro
de la memoria, esos instantes de gracia a los que me refiero aparecen como
mojones aislados llenos de autopresencia y claridad, cuando del cuerpo salen
fluidos los versos o los ojos quedan empañados y agradecidos por la belleza de
un rincón de este mundo, por la presencia anhelada de una persona. ¿Dónde
nuestro espíritu y ciertas circunstancias propicias se asocian para dar lugar a
esa extraña y exótica flor que perfumará nuestra vida de tanto en tanto en el
camino que va desde el nacimiento a la muerte?
A la conocida afirmación de Lampedusa en El Gatopardo, de que a lo largo de
décadas uno parece vivir de verdad sólo un reducido número de años, esa
intensidad que hace de nosotros y de nuestra autoconciencia un valor en el que
pareciera que estamos poseídos por una especialísima capacidad para sentir, una
plenitud que no es imaginable en los reductos de la vida corriente; a esa afirmación
que tan cierta es y de la que nosotros quisiéramos tomar nota a fin de
convertir la cosa de la vida en sustanciosa plenitud, debería caberle una larga
tarde de escrutar en la memoria y de seguir la pista y las circunstancias de cuándo
esos momentos de gracia asomaron por alguna rendija inesperada en nuestra
cotidianidad. Cierto que saber cuándo y cómo éstos hicieron su aparición no nos
va a garantizar un alumbramiento similar, pero, aunque ya se sabe que no se
encuentra lo que se busca, no está de más tener en cuenta a los duendes y a los
bosques en que ese pedazo de felicidad nuestra floreció.
Y me vuelvo a preguntar por qué coño esta manía
de levantarme a las cinco de la mañana —van
ya cinco meses consecutivos de estos fenomenales madrugones— sigue ahí firme
como si fuera una determinación que se fuera a prolongar por el resto de mi
vida. Y es que me sucede que si algún día por algún motivo, una fiesta, una
noche de teatro me obliga a trasnochar, enseguida me siento incómodo y estaría
dispuesto a prescindir de cualquier tipo de actividad que se interpusiera en mi
hábito de las madrugadas. Es decir, levantarme a las cinco de la mañana se ha
convertido para mí en un baluarte sobre el que edifico el resto del día, un
momento de preciado contacto con algunas de las cosas que más estimo en la
vida, yo mismo, la naturaleza, la noche, la soledad, el silencio, la íntima
conversación con el caminante que va conmigo. Y en esta época de invierno aún
más, la contemplación del fuego tras la caminata; su calor, tras el frío de los
campos, tras la lluvia; el fuego reconfortante mientras por mi ventana muy
lentamente van apareciendo las primeras luces del día. Prescindir de este
maravilloso momento me deja un poco lelo, como en tierra de nadie, me echo de
menos a mí mismo cuando no he podido tener esa larga conversación matinal en
donde participamos yo, el universo y la noche.

Uno se siente desilusionado cuando, después
de seguir la lectura de la larga y penosa travesía de los Argonautas en busca
del Vellocino de oro, lo que resulta al final de toda esa aventura es el
encuentro de algo parecido a una piel de borrego. Cuando Werner Herzog filmó su
maravillosa y grandiosa película Fitzcarraldo,
cuyo climax se establece alrededor de conseguir arrastrar un enorme barco de
pasajeros por la ladera de una montaña del Amazonas, en ese preciso momento en
que se filmaba la llegada del barco a la cima, Herzog se encontraba en Europa. Al
parecer Herzog era consciente de que conseguir el vellocino de oro, asistir al
momento clave del arribo del barco a lo alto de la ladera, era ya algo anecdótico.
Imagino las penurias del director, y de todos los que participaron en la película,
como una experiencia difícil de olvidar, pero sobre todo una experiencia tras
cuya puerta se traslucían muchos momentos de gracia y plenitud, aunque tuviera
que lidiar en todo momento con el magnífico loco de Klaus Kinski. Leer el diario
que escribió durante el rodaje, y que lleva el título de Conquista de lo imposible, fue una gran experiencia para mí; quizás
la magia de Herzog es un hecho que me persigue desde hace muchos años por
razones que tienen que ver con esto que escribo hoy.
Dentro de lo humilde de la vida cotidiana no
son fáciles los alumbramientos, pero qué se yo si con tanto madrugar lo que
acaso esté buscando sea algún tipo de iluminación. ¿Entreveré en la incierta visión
de la noche la aparición de alguna virgen?, ¿se abrirá en algún momento una
rendija de la puerta en el muro que da al jardín encantado?, ¿convocaré con mi
cerril insistencia a las sirenas?, ¿me encontraré alguna madrugada a las meigas
en el círculo tenebroso de un aquelarre?
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