Diario de las cinco de la mañana
Las hojas de los árboles
chorreaban en la oscuridad llenando la noche con el sonido hueco de su charla,
su tictac me llegaba monótono desde la parcela invitándome, con el subterfugio
de su musicalidad, a permanecer bajo el calor del edredón. El te vas a morir de aquella mujer que se
dirigía a la anciana en sus últimos momentos en el corto de Eduardo Chapero-Jackson que
vimos anoche—Alumbramiento, era su
título— parecía estar compartiendo el final de mi último sueño cuando había
sonado el despertador y ahora la secuencia se mezclaba con las gotas de agua
que la niebla de la noche había depositado en los árboles y que resbalaban íntimas
sobre mi ánimo.
El hijo, la nuera y la anciana aparecían en la
semioscuridad de una habitación pequeña, escueta, sin detalles superfluos que distrajeran
al espectador del hecho sustancial que se está produciendo allí; una bombona de
oxígeno ayudaba en la respiración a la enferma que a ratos despertaba
convulsionada por el dolor. El hijo le inyecta una nueva dosis de un
medicamento que la alivia momentáneamente, pero aquello dura poco. La
suerte está echada, vuelven a inyectarle una nueva dosis de morfina. La pareja
se miran impotentes. Transcurren unos minutos y tras un primer plano de la nuera
en cuyo rostro empieza a dibujarse algo de luz, ésta acaricia a la anciana con
una expresión de infinita ternura y le dice: te vas a morir, Amelia . El hijo
la mira sorprendido. Pero ella, con delicadeza, con una dulzura que parecía traspasar
los límites entre la vida y la muerte creando un espacio de recogimiento único
y veraz, mientras una mano se demora afectivamente en la mejilla de la anciana con
la otra le retira despacio despacio el conducto del oxígeno, y le habla y
recuerda con ella pequeños acontecimientos de la infancia; con voz queda, un
susurro apenas imperceptible en sus labios, le recuerda cierto día lejano de la
infancia. A la anciana, momentos antes sometida a un dolor insoportable, se le
transfigura poco a poco el rostro, se hace paz, encuentro con momentos hermosos
de la vida; de los labios de la nuera comienzan a salir las notas de una canción
infantil. En el rostro del hijo se opera una transformación, con un nudo en la
garganta sus labios se suman a aquel tema musical que no oía desde que era
niño. Instantes más tardes la anciana, relajada, con la leve sonrisa que ha
hecho aparecer la memoria en su rostro, deja la vida.
El corto duraba apenas diez
minutos, pero ya no me fue posible ver a continuación la película que teníamos
programada. Cuando me fui a la cama, el recuerdo de las escenas del corto, me
mantuvo en vela durante mucho tiempo. Después la historia debió de rondar por
mis sueños a lo largo de toda la noche. La conciencia de la propia muerte es un
robo injusto que nos hacemos unos a otros como ejercicio de compasión mal
entendida, cuando tratamos de aliviar a otros de un dolor que creemos
insoportable. Robar a los otros la clarividencia de su muerte, la conciencia de
que uno ha llegado al momento definitivo en que por el lógico imperativo de
cualquier existencia debe dejar de vivir, me parecía hoy, a esta hora de
comenzar a caminar en las entrañas de la noche, con mucha más evidencia que en
otras ocasiones, un acto que deberíamos desterrar de nuestros habituales modos
de enfrentarnos a los decesos.
El derecho a la autoconciencia
en todo momento, a vivirnos a nosotros mismos en el último instante, a palpar intensamente
la mismidad que debe rebosar nuestro ser; la posibilidad de rozar y bañarnos en
nuestras alegrías y tristezas sin el estorbo de los edulcorantes, sin la mentira
que trata de ocultarnos que nos quedan unos pocos minutos, unos pocos días de
vida, me impregnaban el ánimo esta madrugada de la misma manera que la niebla
arropaba en sus brazos húmedo los árboles y las plantas de la parcela.
Antes de meterme en el coche para alcanzar el
cerro desde donde emprender mi trocha matinal, me puse el traje de agua en
previsión de que pudiera llover. Al dejar el coche la capa de niebla era de una
delgadez extrema. A mi alrededor la visión era nula, pero mirando hacia arriba
se veían lucir débilmente las estrellas. Como en la memoria de la anciana del
corto, lo lejano aparecía nítido y gratificante, mientras que la memoria de lo
inmediato, el paisaje circundante, se veía sumido en la más espesa niebla. Patatita,
llamaba mi suegro, en el delirio de sus últimos instantes, a su hija mayor; un
apelativo que había desaparecido de la memoria de las últimas décadas, pero que
reaparecía claro y bañado de ternura en el momento de la muerte. Las estrellas
se abrieron paso con más nitidez al ascender por la loma de los almendros.
Más adelante, cuando el alba comenzaba débilmente a ocupar su lugar en el firmamento, la niebla se arracimó en un bosquecillo de olmos en donde todavía las ramas más altas sobresalían fantasmales como alzando los brazos por encima de su bufanda de algodón. En lo alto se podía ver ya la línea naranja del amanecer atravesada de por medio por la silueta del tendido eléctrico que corría a hundir sus pies en el valle donde aún raleaban grandes hilachos de niebla oscura.
Más adelante, cuando el alba comenzaba débilmente a ocupar su lugar en el firmamento, la niebla se arracimó en un bosquecillo de olmos en donde todavía las ramas más altas sobresalían fantasmales como alzando los brazos por encima de su bufanda de algodón. En lo alto se podía ver ya la línea naranja del amanecer atravesada de por medio por la silueta del tendido eléctrico que corría a hundir sus pies en el valle donde aún raleaban grandes hilachos de niebla oscura.