¡Amos... anda!


Diario de las cinco de la mañana

PLATERO acababa de beberse dos cubos de agua
 con estrellas en el pozo del corral, y volvía á la cuadra,
 lento y distraído entre los altos girasoles.

Hacía mi camino nocturno, cuando se me ocurrió no más mientras recordaba ese capítulo de Platero y yo que leía la tarde anterior en que un pastorcillo cifra su felicidad en ser el dueño del burrito:
-¡Ayn, zeñorito! Zi eze gurro juera míooo...
Y también aquel otro del canario que se muere en su jaula de puro viejo. Se me ocurrió caminando bajo la luz de una incipiente luna que colgaba del cielo como una fruta madura; me preguntaba cómo podía ser un paraíso, allá después de la muerte, sin canarios, sin micifúes y perros que vinieran cada mañana a darme los buenos días. En serio, ¿cómo podría existir un paraíso sin montañas, sin huerto, sin ese mar solemne y como hecho para calmar nuestro desasosiego y alimentar nuestra sensación de infinito; sin las selvas ni el olor a cantueso y romero de nuestros campos?

Tomé prestado el dibujo de aquí

Uno no va cumpliendo años en vano, de ahí que cada vez vea con más claridad esa miopía, con perdón, de los que andan bajo el palio de la Iglesia intentando cazar gamusinos en la oscuridad. ¿No les valdría más dejar el palio, los abultados palacios de mármol, los negocios sucios del Vaticano y marchar por ahí como los gorriones del Evangelio a mejorar el mundo al modo de como hiciera Jesús, su fundador?
Y es que cada vez entiendo menos el infantilismo clerical de la teología del paraíso y del infierno de ese trust inmobiliario que lleva el nombre de Iglesia Católica Apostólica y Romana; que a su vez no comprende que no sólo de pan vive el hombre, como predicara el buen Jesús; que por demás ni se les pasa por la cabeza que dejan fuera de ese paraíso artificial de ángeles de nube de azúcar y de satisfecha presencia divina (toda la eternidad contemplando las beatíficas barbas canas de Dios Padre debe de ser un verdadero infierno de monotonía), dejan fuera a los canarios de nuestras jaulas, a nuestros gatos; no está en su paraíso toda la entera satisfacción que sacamos a la existencia cuando borrachos de vida hacemos cosas totalmente inútiles como jugar con las olas o bucear en el fondo marino para contemplar la maravillas que guarda el océano en sus entrañas; no está allí nuestro empeño en aventuras arriesgadas, en volar en parapente o alcanzar el Polo Norte; o la posibilidad de enamorarnos. La vida es la cosa más compleja y bella de todo cuanto conocemos, ¿cómo así estos listillos de pacotilla pudieron hacer creer durante dos mil años a la humanidad entera que lo que mejor nos podía esperar en la otra vida era un paraíso blanco y dichoso y vacío como un campo infinito de nieve, triste como una felicidad hueca y sin contenido? ¿Quién les enseñaría que uno puede ser feliz así, en una especie de inopia letal y permanente.
Inventaron un estado: la felicidad inenarrable de la contemplación de la presencia divina, pero se les olvidó el moblaje para aquel espacio, se les olvidó el juego de los acontecimientos y las decisiones, el arrojo, la pasión, el dolor, la pena, el sufrimiento, la alegría, el esfuerzo, todo lo que hace posible que el hombre pueda llegar con sus pies y manos a esa felicidad, que no es ni mucho menos un estado que nazca del bóbilis bóbilis de la nada. ¿Un orgasmo sin un cuerpo de mujer, sin las caricias, sin los preámbulos, sin el infinito juego del erotismo que hemos aprendido durante siglos? ¿Una felicidad sin el esfuerzo, sin la convocatoria de todas nuestras facultades empeñadas en una tarea? ¡Amos... anda! Eso mismo, ahí donde llevaba Caperucita Roja la cesta... Y encima de uniforme, no de franjas rojas y blancas, pero de uniforme, con dos alitas en las espaldas mirando melifluos por los siglos de los siglos al Santo Padre que preside dictatorialmente el Paraíso.
Ahora que tengo gatos y perros y un montón de pajaritos (no, el castellano no es correcto, no tengo, están conmigo, con nosotros, no hay ninguna posesión de por medio), ahora que vienen a comer junto a donde yo trabajo; que tengo un bosquecillo (que no tengo, repito, nada en este planeta me pertenece, convivimos unos al lado de los otros); que hay una huerta cercana a mi cabaña, unos peces rojos que alegran la vista y el ánimo de solo verlos, que tengo la posibilidad de pasar frío y mirar el encantado espectáculo del amanecer en lo alto de la sierra; ahora que todavía añoro delicadamente a una antigua novia como quien recuerda el perfume de la madreselva en las tardes de verano; ahora me que doy el gusto de escribir la accidentada historia de un gato, ¿ahora me van a venir ustedes con un cielo superfelicísimo en donde la global globalidad del mundo mundial no tiene otra cosa que hacer que ser feliz? ¡Anda por ahí!
Sí, señor, prefiero morirme en santa paz pensando que mi cuerpo servirá para abonar las lechugas de la próxima primavera que vivir esa bastarda felicidad que la muy ejemplar y santa Iglesia Católoca Romana ofrece a sus fieles devotos.
Por demás, y por poner un ejemplo cercano, ¿se imaginan ustedes conviviendo allá en el cielo con la muy pánfila y fundamentalista católica señora Botella y con su cónyuge de nefanda memoria, ambos ciegos por la pasta y el poder; con los señores de la obispalia hispana? Quita, quita, mejor muerto y bien muerto bajo las lechugas que allá con toda esa pandilla de farsantes.
Curioso hasta donde puede llevar la lectura de las aventuras de ese burrito pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos.