Y te harás mayor, mucho mayor que ahora;
caminarás arrastrando los pies y tirando de un carrito con tu equipaje mientras
con la otra mano te apoyas en un bastón. Y quizás no tengas ni con mucho ganas
de viajar, de ir a alguna costa a oír el mar mientras en tu cabaña es invierno.
Pero a lo mejor tendrás que hacer el esfuerzo para seguir estando vivo, vivo
con cierta dosis de dignidad; como esa pareja del aeropuerto, él tan elegante
con sus pantalones de pana de color caramelo tostado y su americana y su
sombrero de aspecto distinguido e informal a la vez; o ella, con su bastón y su
aire de estar en su casa en cualquier parte del mundo. O no, y entonces te
quedarás tan ricamente en casa cuidando las zanahorias y los tomates y los
repollos o las lechugas de invierno y no necesitarás realmente ya de la novedosa
excursión a los mares. Quién sabe, ¿verdad?, quién sabe lo que uno pensará después
de muchos años.
Escribo
estas primeras líneas en el aeropuerto Sur de Tenerife mientras hago tiempo esperando
mi vuelo. Hoy, en vez de mirar a las mujeres como es lo habitual —naturalmente
es invierno, y eso se nota— miro a los ancianos, trato de extraer de ellos
alguna clase de sustancia acorde con mi estado de ánimo. He pasado semana y
media caminando por los senderos y las montañas de La Gomera y El Hierro y ahora,
sosegada un tanto mi inquietad que me pedía un poco de novedad en mi
cotidianidad, vuelvo a casa con un rostro curtido y moreno en donde se ha
depositado el color del sol y una buena disposición a mirar con ojos nuevos el
mundo. Por mucho que uno se lo monte bien en casa es fácil que le sobrevenga
cierto apolillamiento que hay que evitar a toda costa.
De
momento mi curiosidad esta despierta. Escucho, miro, sigo con la vista los
movimientos de la gente. A lo mejor el mundo de los periódicos no es exactamente el mundo, me
digo. Hoy, cuando ojeé mi correo después de diez días, lo que me encontré no se
correspondía mucho con el mundo, mi mundo de estos días, el mundo que veo en
este aeropuerto concurrido; tampoco la primera página de los periódicos tenían
mucho que ver con la realidad, la cosa esa que uno tiene dentro de sí, las
preocupaciones, el sabor de una cerveza mientras se charla apaciblemente con un
conocido, la curiosidad que todavía indaga a tu alrededor buscando porqués o
significaciones. Aunque en el mundo haya muchos chorizos y gente loca, me niego
a pensar que aquella sea la realidad verdadera, ni siquiera las graves
repercusiones que las determinaciones de listillos y obsesos por el dinero o el
poder deberían tener cabida en determinada realidad personal. Y es que hay una
realidad personal que, dada nuestra inmersión en aquello con que los medios nos
bombardean por todos los lados, queda arrinconada como alelado y lejano ser con
el que, apenas nos descuidemos, sólo tendremos un contacto liviano. Nuestro yo
anda lejano, distorsionado, oculto por los tantísimos estímulos espurios a que
nuestra sensibilidad y nuestros sentidos son sometidos de continuo. Es
necesario abandonar las portadas de los periódicos, las noticias por un rato y encontrarse
con una pareja de ancianos, él con su sombrero elegante y su caminar
renqueante, ella a gusto en su puesto, con la indiferencia de quien ha vivido
mucho pero sigue estando en el mundo, para que uno se tropiece de golpe con una
realidad mucho más sustanciosa que el bombardeo de la otra realidad menor del
telediario.
Ayer tuve que dejar estos apuntes de días pasados, en el aeropuerto, para atender mis
obligaciones de anfitrión del día de Navidad. Hoy, cuando retomo estas líneas,
siento dentro de mí una tristeza opresiva, física. Las Navidades son con
frecuencia las fechas más tristes del año. Al amparo de la sonoridad de las
fechas, en mi realidad despierta la sombra de mi hijo, de M, de mi padre
fallecido, de mi suegra. Conflictos adormecidos que ahondan en mi ser su punta de cuchillo hasta el punto
de humedecer mis ojos. Es una mañana clara, fresca; las lluvias de ayer han
barrido la espesa capa de contaminación que posaba sobre el horizonte y, ahora,
pueblos que distan decenas de kilómetros, la lejana sierra de Gredos, aparecen
nítidos sobre la alfombra ocre de los campos desnudos que se pierden en la
distancia. Anoche, después de una agradable velada familiar, cuando nos
quedamos solos, empezó a pesar sobre mi ánimo un doloroso sentimiento; una
necesidad de dormir indefinidamente se instaló en mí e hizo incontestable su
dictado frente a mi hábito de querer levantarme como de costumbre un buen rato
antes del alba. Ahora pienso que debí resistir este acoso y combatirlo con la
resolución del frío matinal de la temprana madrugada del día posterior. Una cosa es saber
de la realidad que vivimos y otra muy distinta es consentir que ésta, sus
penas, su irremediable presencia en nuestras vidas deban campar a sus anchas
dentro de nosotros anegando nuestro ánimo. Me digo.
Quizás
lo que sigue quedó obsoleto ante la presencia de un enojoso inquilino navideño.
Mis apuntes continúan: hacemos mal en mirar la realidad a través de las
portadas de los diarios.
Los
alemanes serán lo que sea pero a no arredrarse con la edad pocos les ganan; han
sido prácticamente los únicos caminantes que me he encontrado días atrás por
las cimas de las islas; jubilados muy entrados en años que aparecían con
cansino paso entre la niebla de las cumbres, decían su allo! de costumbre y volvían a desaparecer entre las nubes. Construir
la vida cotidiana con dosis de esfuerzo y contacto con la naturaleza es una
buena manera de asentar la realidad personal.
Estos
días que he visitado bastantes restaurantes y con ello sus inevitables
televisiones y lo que la teletonta mostraba, me reafirma más en lo que digo:
la vida esta escasamente en la tele o los periódicos. En la calle todos somos
mucho más normales que allí. Días atrás, caminado por la costa norte de El
Hierro, llegué a un chiringuito en donde la tele sonaba a toda pastilla. Nada
más sentarme a la mesa tuve que escuchar que alguien había encontrado en un
contenedor de las calles de Madrid trozos de un cuerpo de mujer que habían sido
cortados con un serrucho; después, en el programa que siguió, líos de familia e
hijos no reconocidos que se pegaban a grito pelao en directo a raíz de una
herencia; los hechos de la casta política siguieron más tarde, entre ellos
negocios sucios como siempre, la prepotencia de estos listillos del PP, sus
lamentables improvisaciones, su connivencia con el dinero.
Y haciéndote mayor, me digo, ¿tendré que
seguir pendiente de la prensa? Cuando mis huesos se vayan encogiendo y apenas
me queden unos pocos inviernos por delante, ¿será todavía tiempo de
apesadumbrarse por el mundo? Hemos mamado desde niños una moral que vela por el
bienestar presente y futuro de la colmena humana y eso a veces es desalentador,
por qué siempre has de tener bailando encima de ti el interrogante de si tu
trabajo en este mundo debe de ser contribuir a mejorar el mundo que habitamos. La
biología debe trasmitir algo de esto también de manera parecida a como sucede
con las abejas. El último libro que leí de Ernesto Sábato, Antes del fin, me producía esa sensación de lástima que se siente por alguien que vive
el exceso de las penalidades del mundo hasta el punto de anegar con ellas su
vida personal imposibilitándole para una amorosa relación consigo mismo, esa
reiterada afirmación que hacía hace días del olvidado asombro de estar vivos, de Octavio Paz, que
inevitablemente debe ayudarnos a dar al César lo que es del César, etc.