El
Chorrillo, 26 de junio de 2013
Veníamos charlando sobre esto y lo
otro cuando algo indicó una reducción de velocidad: un accidente; la policía,
una ambulancia y, más allá, una furgoneta con un golpe frontal como si con un
martillo pilón hubieran aplastado toda la parte delantera del automóvil hasta
el mismo asiento del conductor. Está cadáver, le dije a Ramón. Y volvimos a la
conversación interrumpida. Pero un
minuto después, como haciendo un paréntesis en lo que veníamos hablando, Ramón
dice: no puede estar cadáver, tenía la cabeza erguida. La imagen fue entonces
algo diferente. Su recuerdo, con ser el mismo, añadía ahora un algo de
espeluznante; el policía a unos metros por delante de la furgoneta dirigiendo
el tráfico, ajeno, de espaldas a la furgoneta; la ambulancia más abajo con los
enfermeros como quien está mirando a las nubes esperando a que llueva, quizás
comentando los resultados de los partidos del último fin de semana. Más allá un
par de automóviles, sus conductores fumando un pitillo en el arcén. Y mientras
tanto el presunto cadáver apresado por el golpe, un montón de chatarra, el
volante contra el estomago, las piernas rígidas, los brazos bloqueados, la
mirada en el infinito, la angustia pintada en el rostro. Todos esperando a los
bomberos, los expertos para el caso; siempre hay un experto para cada situación
en la vida: un psicólogo para los males de la cabeza, un sacerdote para los del
alma, un traumatólogo para arreglar los huesos descompuestos. En este caso los
bomberos para sacar un cuerpo todavía vivo de entre un montón de chatarra.
Y mientras tanto la soledad del
presunto cadáver, los hierros contra el tórax y el estómago, totalmente
inmovilizado. ¿En qué iba pensando unos minutos antes apenas salido de la
gasolinera? Ah, sí, en aquella chica, la cajera de ojos almendrados, que le
había sonreído de manera encantadora; apenas unos kilómetros más y minutos
después, como un espectro salido de la nada, aquel camión que culebreaba frente
a él de un lado a otro de la carretera. Y después nada, un gran impacto, la
inmensa pesadilla de la muerte en medio de un ruido ensordecedor de hierros y
vidrios rotos. Y enseguida un gran silencio, ¿en esta vida?, ¿en la otra? De su
frente manaba un hilo caliente de sangre. Abrió los ojos, sí, no podía ser otra
cosa que un sueño; y se encontró metido en un extraño relato de Kafka, su
cuerpo había sufrido una metamorfosis y ahora era como un insecto atrapado en
una enorme telaraña que lo inmovilizaba por completo. No le dolían los huesos,
sólo le llamaba la atención aquel hilo de sangre que corría por su rostro y que
no podía secar porque sus manos atrapadas bajo el volante se negaban a moverse,
sólo ese hilo de sangre parecía tener vida propia, pequeños goterones que
atravesaban la espesura de las cejas y bajaban junto al rabillo del ojo, las
aletas de la nariz, los labios. Y luego ese policía vestido de fosforito que no
le dirigía la palabra y que obligaba a los coches a circular con bruscos
movimientos de brazos y manos. Él en medio de la soledad de no saber si iba a
continuar teniendo una hija, una esposa, un trabajo que realizar todos los días,
o por el contrario todo eso iba a concluir, y ya no tendría ni hija, ni esposa,
ni obligación ninguna que terminar. Adiós los problemas de los plazos del piso,
de la crisis, del paro, del colegio de su para el que tenían que hacer la matrícula
los próximos días. La enorme opresión que tenía en el pecho no le permitía
pensar correctamente.
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Siempre me llamó la atención ese
hombre pequeño y algo especial que era Kafka; ese obsesivo mundo interior que
psicoanalistas y psiquiatras se empeñan en estudiar sin llegar, pienso, a sacar
gran cosa de ello, lo explora Kafka de una manera que se acerca mucho más a lo
que los curiosos lectores de a pie desean saber sobre su propia psique y la de
sus conciudadanos. Lo último que leí de él, la novela América, confirma plenamente lo que digo. La extraña y a la vez
familiar conducta de su protagonista Karl Rossman, aunque chocante en extremo,
deja ver continuamente esa parte del yo que, ajena a veces a una percepción de
nosotros mismos inmediata, nos muestra facetas propias que sin duda velan
nuestro sueño, duermen acurrucadas en los pliegues de la piel, escondidas en
las emociones que recorren nuestra vida cuando nos tropezamos con la soledad,
la muerte, un amor, un despecho que nos aleja del círculo social que
frecuentamos. Nuestros múltiples yos tan evidentes en los sueños, en los
arranques emocionales, en las tristezas que recorren de tanto en tanto las
sendas de nuestros sentimientos, en los momentos de soledad, parecen hechos
para construir relatos dispares sin conexión entre ellos. Vivimos una falsa y
aparente unicidad personal que se desmorona en momentos críticos, que se hace
aguas revueltas nada más cerrar los ojos cada noche en los sueños, que hace
entrever en nosotros un comportamiento que no reconocemos, que se extasía
inesperadamente ante el fragor de los truenos y los relámpagos.
Nuestro ser múltiple se alimenta de
la complejidad del mundo y de sus estímulos, somos una maravillosa máquina cuyo
profundo conocimiento acaso nunca podamos llegar a alcanzar; de ahí que determinados
libros, determinadas vivencias y visiones fugaces como la del otro día de ese
accidentado atrapado entre la vida y la muerte a la espera de los bomberos, vengan
a formar parte de esas pequeñas teselas que dan forma al mosaico de nuestro yo.
Nuestra curiosidad, asomada a los libros, a la experiencia y a lo que pasa en
la calle o en la naturaleza que atravesamos puede ser la gran cómplice en el
conocimiento de esa realidad que no se deja ver nada más que en pequeños destellos,
en intuitivas percepciones.