Desde la altura del
tiempo. Ese era el título un poco rimbombante de algo que quería comenzar el otro día. Desde la
altura del tiempo, de los años, quería decir; cuando se me ocurrió iba en el
metro y miraba a la gente y a la vez a mi mismo y sentía una consistencia que
no creo que viniera de otro lugar que del hecho de haber vivido ya un buen
pedazo de vida, como de quien mira el paisaje desde lo alto de una montaña,
desde el conocimiento de sí mismo y la perspectiva que da la distancia y a la
vez siente dentro del cuerpo esa especial densidad que da la paz, el sosiego de
encontrarse bien consigo mismo y con los demás. Precisamente un día en que
había de dar por concluida mi amistad con una amiga con la que mantenía una
relación que duraba ya más de cuarenta años.
Decimos con
frecuencia que la vida pasa en un tristrás, pero no es cierto, cuarenta años
son muchos años, y durante ese tiempo podemos cambiar tanto, podemos
experimentar tantas cosas diferentes, tener experiencias tan significativas
como para que al final de un tiempo así uno quede bastante satisfecho por el
hecho de haberlo vivido.
Laponia años setenta bajo el sol de medianoche |
Yo miraba ayer,
después de despedirme definitivamente de mi amiga, ese inmenso periodo de
tiempo y sentía bajo mis pies, como quien se asoma al vacío que acaba de
superar tras una larguísima escalada, la satisfacción que coronan esfuerzos de envergadura,
y junto a ello, no hace falta decirlo, estaba también un profundo mohín de
tristeza que acompañaba la tarde, esa tristeza que sigue a instantes en que uno
decide ir dejando fuera de su camino personas, instancias que han dejado de ser
parte de tí para convertirse en instancias ajenas a nosotros mismos. No podemos
asumir de por vida situaciones insostenibles por el hecho de que éstas se den
en el ámbito de una amistad que nació medio siglo atrás. Mi amiga y yo habíamos
dejado de ser compatibles desde hacía tiempo y sólo la fuerza de la costumbre
era capaz de mantener algo de aquel viejo fluido que corrió entre nosotros
cuando éramos jóvenes, cuando nuestro entusiasmo mutuo por los viajes y por la
montaña nos llevaron hasta los Alpes Escandinavos, Laponia, las Dolomitas o
cuando conversar dentro del saco de dormir en nuestro vivac mientras las
constelaciones daban vueltas allá arriba en torno a la Polar, era uno de los
mayores placeres que cabía esperar de nuestros años mozos. Viví alguna hermosa
aventura con ella y ahora, hoy, cuando sé que todo ha terminado, siento algo de
esa irrevocable situación en que nos encontramos cuando alguien se nos muere. Viviste
esto o aquello con plenitud y aquello se
fue y por mucho que te esfuerces por recuperarlo... c'est fini. Adios aquellas maravillosas noches con el sol en el
horizonte en tierras de Laponia mientras frente a la hoguera charlábamos,
fumábamos en pipa o hacíamos incisiones a fuego sobre cortezas de abedul; los
vivacs, las largas caminatas por la sierra del Cadí, las reuniones en la calle
Ferraz dónde era posible hablar y discutir sobre todo lo divino o lo humano
hasta altas horas de la noche. Todo aquello acabó, pasó a mejor vida.
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Hay cosas que se
acaban, dicen los manuales, y no hay vuelta de hoja. Siempre hay paulos coelhos
que tratan de arreglar la vida de la gente con consejos, que como mandamientos
recién esculpidos en los altos del Sinaí, aceptamos como verdades de cajón que
hay que asumir sin rechistar. A veces incluso tienen razón. Uno no puede vivir lastrado ni siquiera por
su propia historia personal. La vida es un producto complejo y extremadamente
delicado que requiere una extrema dedicación para que no quepan demasiadas
posibilidades de perderse a la primera de cambio, porque sucede con frecuencia que haya tanta
niebla en el camino, tanto ruido, tantas desviaciones y letreros engañosos por
doquier que, bendito seas, si uno no pierde el norte varias veces a la semana. ¡Cuánta
necesidad de un buen gps en cada momento!
La amiga que yo
conocí hace cuarenta años, que yo recuerde, era de todos modos una persona
bastante diferente, quizás en una medida muy similar a como puedo serlo yo
mismo después de este tiempo. Y entonces la memoria juega con nosotros y
selecciona lo mejor de nuestro pasado, entierra lo que no nos gustaba o hace
malabarismos con los hechos para reconciliarnos con nosotros mismos o para
hacer del pasado un bello cuento de hadas. Acaso; no estoy seguro de ello.
Tener por detrás un pasado del que uno esté medianamente satisfecho ayuda a ser
tolerante con aquello que podía estar bajo sospecha en ese mismo pasado. De todos modos hoy no pienso en este presente
desagradable que no pude evitar. Mis pensamientos se deslizan por el contrario
hacia el pasado en una especie de reconocimiento, gratitud por aquel tiempo ido
en que por nuestra juventud, nuestra pasión, nuestro recién estrenado encuentro
con el mundo y sus posibilidades fue posible una sana y apasionada amistad que
ahora ya no es factible. Es un hecho lamentable, nadie está sobrado de afecto
como para echar por la borda cuarenta años de amistad. Y lo difícil que es
orientarse a veces, qué hacer, cómo continuar cuando la cosa ya no tiene
sentido, cómo decir: mira, se acabó, sin más preámbulos, cara a cara. Y la pena
porque, sí, es muy difícil hacerlo de buenas maneras, con la convicción de que
no siendo posible otra cosa es mejor no hacerse mala sangre, despedirse lo más
civilizadamente posible y seguir conservando intacta la memoria de aquellos
otros tiempos que tan gratos fueron a ambos.
¿No debería ser así
también en las parejas cuando el tiempo poco a poco se ha ido tragando todo
vestigio de calor hasta el punto de convertir la casa, lo que antes fue un
hogar, en un frío reducto de desencuentros, cuando se mastica en el ambiente
que la cosa no tiene solución? ¿Llegar así a un desencuentro civilizado,
incluso afectivo porque en cualquier modo será imposible borrar los buenos
ratos, los momentos de plenitud que se quiera o no seguirán viviendo su
existencia dentro de nosotros, sustancia de nuestro yo?
Laponia, años 70 |