El rumor entreverado en las ramas
de los árboles me llegaba a los oídos como desde un lejano sueño. Mañanita de
verano, casi como en los tiempos de la infancia cuando demorarse en la cama
cuando llegaban las vacaciones iba acompañado con una tranquila sensación de
bienestar, cuando entre el mundo y tu persona sólo se interponían delicadas
sensaciones que te llenaban el cuerpo de un gustito como recién estrenado.
Cierro los ojos y me sumerjo en el bamboleo de las hojas, un arrullo que nada
me dispone a levantarme temprano como había pensado la noche anterior.
Pero me levanto y me voy al
ordenador dispuesto a dejar constancia de esta disposición temprana mía por
escrito, sí, como en los tiempos en que la tensión de un amor hacían bailar en
mí animo en el instante más inesperado unos versos y entonces debía dejar a un
lado todo lo que estaba haciendo, como le sucedía al protagonista de Rojo, de Orhan Pamuk, para tomar un
bolígrafo y dedicarme a la tarea de escribir antes de que la inspiración volase
de la punta de mis dedos y no pudiera recuperarla; así esta mañana de viento.
Él, que se llama Hugo, era la
persona a quien había acudido para poner al día mi saco de dormir que está
viejito y necesita que le esponjen el cuerpo antes de marcharme al Pirineo.
Ahora, mientras trato de recuperar el sistema operativo de mi ordenador , que
se me ha puesto borde esta mañana y no obedece las señales que le mando por el
teclado, recuerdo su casa, un primer piso en una calleja cercana a Estrecho. Su
taller es una pequeña habitación llena con los útiles propios, una máquina de
coser y telas y materiales para confeccionar chubasqueros y prendas de abrigo
de montaña; me llaman la atención dos o tres papelitos fijados en la pared
donde se recuerdan pensamientos útiles para la vida, algo que yo utilizaba
usualmente durante mi adolescencia y que volví a repetir décadas después para
recordarme a mí mismo consejos útiles, pensamientos que ayudaban a comprender
mejor al prójimo o a aprender a ser eso que llamamos buena gente. Hugo los
tiene fijados frente a su máquina de coser, son parecidos a los mios, sus
papelitos están impregnados por un sentido de amable confucianismo.
Cuando nos despedimos me entrega
un papelito primorosamente doblado en donde asoma el amarillo de la referencia
de su negocio. Cuando estoy en el metro desdoblo lo que parecen los pliegues de
una pajarita de papel. Junto al papel amarillo hay otro que viene encabezado
con el título de El paquete de galletas. Nunca
en una tienda me habían obsequiado con un pequeño cuento. El relato de Hugo
habla de una chica que se compra un paquete de galletas y, sentada en la
terminal de un aeropuerto, se dispone a comérselas. Se sienta e inmediatamente
otro pasajero ocupa otra asiento a su lado; entre ambos queda un asiento libre.
Ella, creyendo haber dejado su paquete allí desplaza la mano y toma una
galleta, pero inmediata después observa que el pasajero de al lado también toma
una galleta. Se indigna por el comportamiento de aquel individuo que tiene el
atrevimiento de comerse sus galletas, pero como es chica tímida se lo calla. Y
así hasta que del paquete solo queda una galleta; entonces ella queda
cabreadisima a la expectativa de qué hará aquel fresco con la única galleta que
queda. Asombrada se encuentra con que aquel hombre ni corto ni perezoso,
caradura él, toma la última galleta, la parte en dos, deja la mitad en la silla
y se come la otra mitad. Ella está roja de ira y se encuentra a punto de
insultar a aquel hombre, pero en aquel momento la llaman por megafonía a
embarque y decide, despechada, callarse. Cuando está en el avión, al intentar
sacar algo de su bolso se encuentra con su paquete de galletas intacto. Sí,
había confundido sus galletas con las de su vecino. Era ella la que se había
comido las galletas de él, Entonces sí que se le subieron los colores a las
mejillas, esta vez de vergüenza.
Lo peor de las fábulas, de las
que Juan Ramón Jiménez gustaba mucho, son su moraleja, decía éste. Pues eso.
Pero aquel papelito, además del
cuento, venia todavía acompañado por algunas otras palabras; eran estás:
Profecía de los indios Cree
"Solo después de que el
último árbol haya sido cortado, sólo después de que el último río sea
envenenado, sólo después de que el último pez haya sido pescado , sólo entonces
descubrirás que el dinero no se puede comer."
Vamos, que además de conseguir
que me pusieran a punto el saco de dormir, la cosa dio para reflexionar un
tantico en algunos detalles de la vida cotidiana, cosa del todo muy interesante
en un momento en que parece que para ser buen ciudadano no cabe otra cosa que
hacer, como piensa cierta personas que conozco, que leerse todos los días el
periódico de cabo a rato para rasgarse a continuación las vestiduras y hacerse
con esto a la idea de que está haciendo patria con ello y solucionando los
problemas de la humanidad con este simple hecho de leer el periódico.
¡Ay, las pequeñas cosas, esos
actos aparentemente nimios que son el alma de nuestro yo y que sin comerlo ni
beberlo nos llevan de acá para allá tiránicos y mimetizados entre las apreturas
de nuestra agitada vida social! O no, y entonces buenas chicas ellas, son el
alma de nuestra sencilla humanidad que ha sabido librarse a tiempo del
farragoso mundo de las convenciones, de la presión social que limita la entrada
del aire en nuestros pulmones y nos hace receptivos, poco dependientes de
nuestro paquete de galletas, mesurados con el asunto del dinero y abiertos para
encontrarnos unos y otros sin más pretensión que disfrutar de la compañía, de
la conversación, acaso del roce de nuestros cuerpos siempre anhelantes de otros
cuerpos, otras caricias. Sí, naturalmente es verano y a uno que, es sensible a
la temperatura y a la brisa de lo femenino que éste deja en el ambiente, se le vienen encima ciertos deseos de comunión que nada tienen
que ver con aquella hostia de la misa, pero que guarda cierta relación con ella
en el sentido más físico y tierno del término.
Ojo al parche, hasta en los
momentos más anodinos, como en la circunstancia de llevar el saco de dormir a
que se lo arreglen, puede encontrar uno material para la reflexión.
Sí tenéis problemas con el saco
de dormir llevárselo a Hugo; acaso os regale una pajarita de papel con un
bonito cuento en su interior.