Leí en algún lugar razonamientos en torno a por qué no reconocíamos nuestra propia voz; ya no recuerdo dónde. Eran razones curiosas. Sin embargo no dudamos de nuestra imagen, nos miramos en una foto y decimos: ese soy yo, no hay duda. Curiosa evidencia esa de que el que percibe testifique inmediatamente la concordancia entre una imagen y su yo. Curioso y bueno, porque casi es la única certeza que podemos tener de ser nosotros mismos en el caso de que alguna de las partes de nuestro yo se pierda. Si nuestro yo se perdiera en un supuesto espacio, pongamos más allá de
menganita... no sé, quizás Virgilio o Dante pudieran echar una mano. Lo que sí es cierto es que si tuviéramos que reconocernos sin la ayuda de nuestra jeta entre las gradas del Bernabeu, pongamos por caso, mal lo íbamos a pasar. Entre paréntesis, ayer oí la última parte de El Mesías, es increíble cómo Isaías, San Pablo y toda la cohorte de interpretadores de la realidad se agarraban como clavo ardiendo a convicción de la incorruptibilidad de la carne; lo repiten hasta
En la historia se han hecho ensayos notables por borrar el pasado y dejarlo atrás; el yo que no nos gusta, el pecado a nuestras espaldas. Es el relato bíblico de la mujer de Lot convertida en estatua de sal. También a veces quisiéramos ser otro, dejar atrás nuestro Sodoma y Gomorra particular, cambiar de jeta, de entorno, empezar una nueva vida en cualquier otro sitio. Sí, jugar en la vida -la única que tenemos para ello- con juguetes diferentes, con curiosidades heterogéneas y cambiantes, probar de todo. Y por tanto cambiar de jeta (busco sinónimos en el Word: morros, belfos, boca, hocicos, labios: no sirven). Es sólo una idea; ser otros siendo nosotros mismos.
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