Ya no me humilla más. Empezaron a proliferar en las vallas publicitaria de Madrid a finales del pasado mes de noviembre. Ya no me humilla, decían los carteles; lo expresaba, naturalmente, una mujer. Hoy, recordando esta imagen, consulté un artículo dedicado al miedo; rastreaba allí las huella, el rastro que deja el miedo en el cerebro de las personas que han vivido experiencias

relevantes de pavor, tratando de acercarme así a la comprensión del comportamiento de mujeres, que mucho tiempo después de haber sufrido vejaciones sin número por parte de su pareja, no solo continúan viviendo con la persona que las veja —teniendo posibilidades para no hacerlo—, sino que se humillan ante el marido hasta el punto de perder todo rastro de vida propia, ciñéndose por adelantado a todo deseo de la pareja, humillándose en la cama o en la vida diaria, siguiendo cualquier dictado de su agresor, como única manera de aliviar en sí la aparición de un nuevo periodo de angustia provocada por la posibilidad de la repetición de experiencias suscitadoras de pánico. Conducta que, reforzada día a día, la víctima termina por introyectar hasta el punto de preferir anularse como persona antes de volver a quedar expuesta a la amenaza de una nueva tensión.
Consulto un artículo sobre el tema: La consolidación en la memoria de un episodio de miedo intenso o trauma no es inmediata, el cerebro revisa de manera constante (incluso durante el sueño) toda la información que se recibe a través de los sentidos, y lo hace mediante la estructura llamada amígdala, que controla las emociones básicas, como el miedo y el afecto, y se encarga de localizar la fuente del peligro. Según esto, señala el artículo , las investigaciones recientes apuntan hacia la existencia de moléculas específicas que provocan que se produzca una huella en las células cerebrales, cuya existencia es la responsable de la permanencia del miedo en el sujeto. De las tres opciones de repuesta ante la situación de miedo, huida, pelea o rendición, es ésta última la que requiere menor entereza, es la más dolorosa a corto y a largo plazo, pero es el camino más fácil, basta cruzarse de brazos y aguantar el chaparrón de por vida. Triste y misérrima expectativa a la que contribuye no sólo la falta de un carácter suficientemente recio, sino también la propia biología que se puede ver afectada por las huellas que la experiencia traumática deja en las células del cerebro.
En estas condiciones, a alguien que asume la rendición como respuesta ante la agresión, le será imposible comprender la posibilidad de la pelea, el enfrentamiento, la dialéctica de un pulso en el que hacer valer sus derechos o la simple justicia; a lo sumo optará por la huida con tal de alejar de sí el objeto, la persona que provoca su miedo. Vienen al caso unas líneas de Montaigne que aparecen en su ensayo Del miedo: “A los que se han refregado bien en algún combate de guerra, todavía heridos y ensangrentados, vuélveseles a llevar a la carga al día siguiente; mas a aquellos que han cogido buen miedo a los enemigos no les haríais ni siquiera mirarlos de frente”. La ausencia de combate nos merma moralmente, aminora la confianza en nosotros mismos, nos deja ante la arbitrariedad del agresor, nos reduce a la condición de seres alienados.
Necesitamos crecer y creer en nuestra libertad, en nuestra capacidad de autonomía. Yo no sé bien qué significa esa afirmación de los anuncios del Metro. “Ya no me humilla más”. ¿Qué ha sucedido mientras tanto para que eso sea posible? ¿El despreciable macho se ha civilizado de repente, ha pasado de ser un caníbal, un Neanderthal, un bestia sin remedio, a convertirse en un ciudadano meritorio? ¿O acaso son las instituciones públicas las que han hecho posible la desaparición de esa humillación? ¿O la policía, o el juez? Me temo que el slogan no va más allá de una pura declaración de principio acorde con una fecha, que lo que nos recuerda es que existe una lacra social en nuestra sociedad mucho más mortífera y degradante que cualquier grupo terrorista.
Bienvenido sea que las instituciones se preocupen por estos problemas; ahora, sería necesario que lo hicieran, además, desde una perspectiva mucho más global. Educar desde la escuela, a ellos, esos individuos... a no ser unos bestias, enseñarles a ser personas, a pensar, a respetar a sus congéneres; y a ellas, esas mujeres que no son capaces de salir de una servil dependencia, que viven acogotadas por el miedo a su pareja, a desarrollar la confianza en sí mismas, a saber mantener con entereza su dignidad. Y si es necesario, tener a mano todas las facilidades de las instituciones públicas para amparar sus derechos y colaborar al desarrollo personal de quien lo necesite.
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