Quedarse ciego


La memoria es como un caminante en la niebla, necesita hitos para orientarse; sin los hitos el espacio neutro del tiempo parece tragarse los acontecimientos. Un día te preguntas: ¿Qué pasó en aquellos meses, en noviembre, por ejemplo, qué acontecimientos hubo que merecieran la pena reflejar? Y no recuerdas nada, aquellas fechas parecen pasar sin pena ni gloria al mundo de la nada. Pero dudas, te paras, te dices: ¿pero entonces no fue que...? Sí, tras la indagación descubres que entre la niebla aparece el dramático paisaje de una ceguera. Los hechos importantes también titubean a la hora se ser ubicados en la línea del tiempo. Fue el caso de la ceguera de mi padre, un otoño, que puesto en la tesitura de querer ser recordado no daba señas de identidad en un primer momento.

Una lotería la vida; en el invierno tardío del 97 un cáncer se llevaba a mi madre, en el otoño del año posterior un desprendimiento de retina dejaba ciego a mi padre. Ciego y solo. La membrana de la retina se resistió durante dos meses a quedar en su sitio, hubo varias operaciones; después de la segunda intervención ya no pudo ver más que débiles sombras. De casa de mi hermano pasó a la de mi hermana. Allí le instalaron una pequeña habitación en el primer piso, Beatriz hacía esporádicamente de enfermera. Mi padre lloraba por la noche. Aquellos días, los primeros de la ceguera, ese contacto con la oscuridad debió ser muy duro. He tratado de imaginármelo muchas veces. La estrechez de una habitación, las largas horas de cama en soledad.

Un domingo por la mañana me llamó. Yo estaba algo fastidiado, un tanto hundido, un arranque de esos en que te sientes especialmente insignificante y solo, no recuerdo bien; sé que me encontraba en la parcela arreglando algo. En ese momento sonó el teléfono. Bajé despacio los escalones de la rampa de la piscina; mi padre lloriqueaba al otro lado, “tengo miedo” decía, lloraba, era como un niño pequeño que hubiera adquirido la clarividencia del sentido de la vida y deseara la muerte antes de seguir en aquellas condiciones. El miedo estaba en el centro de esa noche en la que había ingresado pocos días atrás. También una dieta no adecuada hacía estragos, llevaba varios días con un estreñimiento que no le dejaba un instante de tranquilidad. Recordé cómo un relámpago los días que precedieron a la muerte de mi madre, las vivencias de aquellos días, la soledad, la estupidez ésta de la vida, la belleza, el horror, una tristeza sólida y descomunal, todo caía sobre mi estado de ánimo como una riada que arrasase, devastase lo que encontraba a su paso; hubo una explosión en mí que se resolvió en un llanto incontenible. Yo no sabía qué era aquello, pero tenía que gritarlo, llorarlo a moco tendido porque si no explotaría sin remedio. No quería junto a mí a nadie, me senté frente a la higuera del norte, no podía amortiguar mis gemidos. Subí al coche, necesitaba estar solo, bajaba despacio la cuesta de la morera, junto al cañaveral mi llanto era un grito, una necesidad inaplazable de arrancarme la pena; como las amígdalas, como una muela, conseguir alcanzar ese desgarrón inminente que aliviaría la presión interior. Los coches pasaban a mi izquierda irreales, como una sombra; miraba el asfalto con los ojos fijos, pensaba en mi padre, en mí mismo, en esta pena repentina que me ahogaba. En las cercanías de Valdemoro logré serenarme un poco. Hice sonar el timbre, abrí la puerta de la cancela, después la puerta de la calle; ahí estaba mi padre, en la oscuridad del pasillo, en pie, recostada la cabeza sobre la pared. “¡Cuánto has tardado, hijo!”, dijo. Olía a escrementos, todo el pasillo olía a mierda. Era el olor de la vejez y la decrepitud, mierda, orines, lágrimas. Mi llanto se había acabado frente a la casa de mi hermana; ahora debía de ejercer de lazarillo de mi padre, se acabó. Eché mano de todas las convenciones para el caso, intenté calmarlo, arroparlo.

Ya en casa, mitigado el miedo de la mañana, la prioridad inmediata fue el estreñimiento. Probamos de todo, su desesperación por defecar le hizo recurrir a formas expeditivas, dejaba señales de mierda por distintas partes del cuarto de baño. Sólo al final de la tarde pudimos descansar después de aplicar un enema que obtuvimos en una farmacia de guardia.

En los días siguientes organizamos un sistema de pasarelas en la rampa de cemento de la casa; mi padre aprendió a manejar el bastón. Buscamos una radio pequeña de fácil manejo y sin antena para que no se lastimase, compramos un teléfono especial que llevaría encima cuando no estuviéramos en casa, trajimos una bicicleta estática, le obligamos a hacer ejercicio.

Su estómago volvió a la regularidad, pero su genio estuvo todavía a punto; no haría ejercicio con la bici si no se la poníamos en la biblioteca. “Bueno, pues ahí te quedarás en el asiento todo el día, o en una silla de ruedas”, le dije; no podía permitirme el ser blando con él, tenía que ayudarle a rehacer su propia vida, a enfrentarla con toda la autonomía que fuera posible. La radio a veces no iba porque corría inadvertidamente la rueda de la frecuencia, “vaya mierda de radio que me has comprado”, dijo entonces.

Fueron dos meses de duro trabajo. Traté varias veces de consolarlo, un día le pregunté qué le pasaba, hablábamos en el cuarto de estar, él ocupaba el centro del sofá bajo la ventana, “nada, que estoy triste, muy triste”, decía, hablaba con voz tenue sobre la muerte, era mejor morirse que estar así, insistía.

De esto hace casi diez años. Ahora es discretamente feliz, todos hemos aprendido a querernos un poco más con el tiempo.




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