Sobre el misterio

¿Es un vaso algo más que un vaso? Ayer, mientras asistía a la representación de Otelo, recordé aquella cita Márai en El último encuentro, que recientemente había exhumado para enviársela a una amiga: “Uno envejece poco a poco, primero envejece su gusto por la vida, por los demás, ya sabes, todo se vuelve tan real, tan conocido, tan terrible y aburridamente repetido... Eso también es la vejez. Cuando ya sabes que un vaso no es más que un vaso”. La razón de la cita venía motivada por ese entusiasmo inducido del que a veces hacemos uso sea porque la vida en ese momento es amable con nosotros y nos sentimos plenos de su gracia, sea porque expresándolo a otros intentamos en una especie de rito propiciatorio hacer actuar sobre nosotros los mecanismos de la sugestión.

En realidad es una defensa contra el paso inexorable del tiempo. O acaso no, acaso nos vamos haciendo tal vez tan sabios con los años, que realmente podemos ir encontrando pautas de percepción y comportamiento capaces de reconciliarnos con nuestro yo y, de paso, ir abriendo nuevas y asombrosas perspectivas que nos hagan asomarnos a la vida, después de aquellos dilatados años de dedicación de crianza a los hijos, como si realmente estuviéramos no en una tercera edad, en una dimensión eufemística de connotaciones siempre como de a quien quieren dorarle la píldora al que inevitablemente camina cercano ya al inexorable agujero negro; que nos haga asomarnos al mundo con la plena conciencia de un yo asumido de la extensísima experiencia de vida que ve en el presente y en el futuro un nuevo estadio de proyectos y vivencias capaces de llenar de plenitud los años venideros.

En realidad queremos que un vaso sea algo más que un vaso. El conocimiento mata, dice Ciorán. Carlos Fuentes en Los años con Laura Díaz, se esfuerza por recrear en el personaje de Laura ese misterio en el cual cada uno intentamos encerrar la parte más prístina de nuestro yo, un reducto que sólo poco a poco iremos descubriendo a lo largo de la vida, acaso, a las personas más próximas a nuestra intimidad, sin llegar nunca a entregarnos en su totalidad; el espacio de misterio que nos atrae del otro y que una vez descubierto, una vez todo asumido, es probable que marque un punto sin retorno, una relajación del anhelo, de la tensión que anteriormente mantenía fuertemente unidos a un hombre y a una mujer. Razón por la cual Laura Díaz, antes de llegado a ese punto en que ineludiblemente el interés se agota, se autoimpone el alejamiento, la sabia distancia que habrá, con la contribución del tiempo, de volver a regenerar lo que el conocimiento y los años llegaron a erosionar en las relaciones con la pareja.

Descubrir que un vaso no es más que un vaso es triste. Necesitamos rodear a la realidad, a la persona que empezamos a anhelar, del aura de la expectativa, del misterio. Es de ello de lo que se alimentará nuestra emoción, nuestra búsqueda. Pero hoy, asistiendo a la representación de la obra de Shakespeare, no podía quitarme de la cabeza lo que subyacía en muchos momentos a todos los personajes, su ser corriente de carne y hueso, el hecho de ser vasos, el hecho de ser lo que eran; algo en realidad de bastante menor entidad que los propios personajes de Shakespeare. Hombres y mujeres que hacían un trabajo, que actuaban, que estarían cansados, que terminados la función se vestirían, recogerían sus cosas, acaso se tomaran una cerveza con sus compañeros, y que marcharían después hacia sus casas con la lógica intención de meterse en la cama. Desdémona no era Desdémona, era Alicia Pérez; Otelo era Pere Arquillué, y así todos. El misterio no había subido para mí todavía a la escena. Fue necesario que transcurriera media hora larga para que los personajes fueran Yago, Casio, Otelo... Las pasiones empezaron a dar cuerpo a la escena, los personajes se fueron vistiendo de anhelo, de odio, de venganza, de celos, de amor. La atención del espectador está sostenida sobre la base de la densidad de los hechos y las pasiones, que apuntan, en este caso, hacia un desenlace dramático. La gran pasión de Otelo se ve empañada por otra pasión paralela, los celos; la pasión de la venganza columbrará la obra. Pero mientras tanto subyace el misterio, ambos son, uno para otro, un puro misterio que el amor ira deshojando poco a poco como una margarita de muchos pétalos. Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, Otelo y Desdémona conservan la grandeza de anhelo, lo representan en su más puro estadio; sus vidas terminaron antes de que el tiempo hubiera hecho del anhelo y del misterio un pedazo de, acaso, prosaica realidad.


Peninsula de Paraguana, Coro, Venezuela

Pero visto así es como empezar a sospechar que hay mucha música en nuestra vida que tiene cierta similitud con esas acrobacias melódicas que nos tienen el alma en un puño durante unos minutos y que inevitablemente momentos después no será más que vibraciones en el aire extinguidas ya mucho antes de que nuestra emoción haya terminado de disiparse tras la audición.

A Márai el planteamiento de ese desvelamiento del misterio le sirve para aproximar lo que pueda significar eso que denominamos vejez; “ese momento, dice, en que todo se vuelve tan real, tan conocido, tan terrible y aburridamente repetido...”

También esta idea la podríamos aplicar a cada paso que damos en la vida, a cada conocimiento que adquirimos —el conocimiento mata—, lo que nos obligaría a no ser exhaustivos, a respetar los reductos últimos de las realidades, a acercarnos a ellas de puntillas, más con la esponja de la intuición que con el escalpelo de la razón. No matar al dragón, no terminar de hacernos con el Vellocino de Oro, no alcanzar el Grial, no llegar realmente a El Dorado... porque desvelar totalmente el misterio es la muerte; sólo vale el camino de las cumbres, la búsqueda, la meta como anhelo. No dice otra cosa Ciorán en El libro de las quimeras: “Cuanto más y mejor se conoce a un hombre, más cerca se está de una fatal separación de él. El conocimiento separa a un ser de otro y anula los granos de misterio que se encuentra en toda existencia”. Y añade en otra parte: “Existimos sólo a través de nuestras ilusiones, de nuestras desesperaciones y nuestros yerros, porque solamente ellos expresan lo individual”.


Chile, al norte del Estrecho de Magallanes

Nepal, campos de arroz junto al Annapurna

Quizás sea mejor referirse no tanto a esa vejez que columbra la existencia de una vida, como a aquella otra que nos amenaza de continuo cuando queremos traspasar el umbral del anhelo, penetrar el misterio hasta llegar a la conclusión de que un vaso no es más que un vaso. Existimos a través de nuestras ilusiones.

Quizás el organismo obedezca a una ley más general de tensión-distensión. La necesidad de lo ritmos y sus cambios. Es como llegar a “la vejez” cada poco tiempo, para comenzar a rejuvenecer a los pocos días. El apetito desaparece con un buen cocido, y mitigado aquél debe transcurrir un cierto tiempo para poder volver a sentirlo de nuevo. Luego, a un día X sigue un día Z diferente, y de nuevo nacemos a las ilusiones, nos renovamos. Nuestros amores y nuestros deseos se adaptan al ritmo de las estaciones, al frío invierno sigue la suave brisa, el calor, el piar de los pájaros y los campos inundados de flores. La primavera altera toda la masa biológica del planeta que se agita nerviosa sin saber qué pasa dentro de ella. El calor, el frío, el verano, el otoño, el invierno, la noche, el día, la alegría, la tristeza juegan una alternancia necesaria y universal. Existimos en el tránsito, en el movimiento, en las ilusiones.

¿No hay algo de esto en el comportamiento de nuestro organismo? ¿Y no entramos en crisis cuando no somos capaces de conocer y adaptarnos a estos ritmos?








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