Pobre diablo

Un bel di vedremo-Puccini


Creo que va ya para dos años que leo a Harold Bloom (El canon occidental) y otro tanto que demoro con los ensayos de Montaigne. Con Montaigne suelo coincidir más que con Bloom, Montaigne es un continuo hablador de su propia vida, a veces no parece querer hablar de otra cosa, tanto porque escribiendo uno se aclara sobre la realidad, como por el gusto simple de recrear los recovecos que la vida tiene y en los cuales él con sumo gusto se demora recurriendo constantemente a un complétisimo arsenal de citas de autores clásicos en donde encuentra observaciones para todos los gustos y circunstancias. Montaigne habla de su vida y para ello recurre a la memoria de sus lecturas. Bloom es diferente, a Bloom lo leo por otras razones, es un modo de acceder o profundizar en la literatura. La erudición de Bloom es a veces algo abrumadora y pese a que discrepo con él en ocasiones no tengo más remedio que aceptar por buena una cantidad de argumentos para los que no tengo información suficiente o simplemente porque la memoria de mis lecturas es un tanto floja para aclarar las razones de mi discrepancia. Hablo de crítica literaria, que no de aquello que en la literatura es expresión de la experiencia de la vida, que ahí Bloom me parece más limitado. Hoy, que leía el capítulo dedicado a Proust, en determinado momento no pude contenerme y solté un cojones en el margen que respondía a mi indignación con la reiteración con que este autor encontraba rasgos de humor en En busca del tiempo perdido; lugares donde para mí sólo era drama, amor, celos, la ambivalencia de los deseos, nuestra facilidad para caer en fragrantes contradicciones, él, desde su forma de pensar lo registraba como cómico. Me recordaba esa facilidad con la que la gente reía el pasado año viendo La cabra, una historia dramática de amor de Edward Albee que interpretaba y dirigía José María Pou. Me pregunto si la pericia, los conocimientos de literatura serán suficientes para llegar a una interpretación cabal de muchas obras clásicas, es decir más allá del puro esteticismo. Hoy, leyendo este capítulo, pensaba que no, que de la misma manera que el genio de Shakespeare fue capaz de expresar complejas pasiones de índole muy diferente, no todos los especialistas en crítica literaria parecen capaces de acceder con plenitud al mundo personal e íntimo de autores como Proust. De ahí que lo que es dramático para el autor, o su alter ego, para el crítico pueda convertirse en cómico.

Lo de pobre diablo del comienzo de estas líneas es una simple disculpa por el atrevimiento de escribir algunos apuntes, unos versos, cosas que acaso no debieron salir de lo profundo del cajón de mi mesa de trabajo. Hoy tuve tiempo suficiente para meditar durante medio día. El lugar era la sala de urgencias del hospital de Valdemoro en donde habíamos ingresado ayer tarde a mi padre; un lugar muy propio para la meditación y la contemplación, ese filón que acompaña constantemente a la obra de Montaigne, Emerson o Proust. Al fondo de la sala había un anciano flaco de nariz prominente que dormía encogido y con la boca aparatosamente abierta; dormía profundamente. Un rato después empezó a emitir sonidos guturales animalescos; más tarde lo desnudaron y entonces él se revolvió y empezó a chillar; no dijo nada inteligible en todo el rato; su desnudez y sus lamentos simiescos me conmovieron. Yo paseaba junto a la cama de mi padre que dormía sedado y ajeno a mi presencia. Despaché en un par de horas problemas de todo tipo: amor, celos, muerte, bondad búdica o evangélica, resignación, dolor. Mi camino no tenía más de tres o cuatro metros; meditaba. También había un señor mayor parcialmente calvo con la mirada clavada en el techo, y que juraría andaba sumido en meditaciones similares a las mía. Sí, quítese toda la ropa, se queda sólo con las braguitas, se oía decir a la enfermera tras una mampara, a una anciana menuda que entró sola en la sala mirando de hito en hito a su alrededor. Amparo, ¿quiere hacer pis?, oí que preguntaban más al fondo a otra anciana gruesa que había entrado en silla de ruedas y que apenas podía balbucir su nombre. El anciano que emitía ruidos guturales se defendía contra la intervención del enfermero que trataba de ponerle un pañal. Mi padre, lleno de cables, dos sondas, el suero, el inhalador de oxígeno, trataba de deshacerse de una flema.


Proust debió ser un gran ensoñador, un contemplador nato de la realidad; algo que no parece muy frecuente, aunque sólo sea por el hecho de la no disponibilidad de tiempo que estas cosas necesitan. Cuando Bloom despacha algunas críticas que se hacen sobre Proust de manera expeditiva, argumenta que es un artista tan grande que su dignidad estética merece que busquemos en otra parte, motivos estéticos para lo que esencialmente fueron decisiones estéticas en su obra. Dudo mucho que las decisiones estéticas de Proust estuvieran a la cabeza de otras consideraciones más personales como la propia necesidad e intención de expresar su mundo interior y todo aquello que pudiera constituir parte de sus ensoñaciones, meditaciones o como se les quiera llamar; de la misma manera que es impensable que en Montaigne primara ese mismo esteticismo sobre el pragmatismo de lo que era pensar y escribir sobre su propia realidad tratando de desentrañarla y conocerla mejor. Balzac salía a la calle a la búsqueda de personajes, observaba los paseos, las tiendas, los mercados, perseguía con su mirada escrutadora a los viandantes con los que después poblaba el universo de sus novelas.

Hay muchas maneras de acercarse a la realidad. Esta mañana seguro que un novelista podría haber sacado partido de esa situación tan cotidiana de una sala de urgencias de un hospital; un lugar donde la decrepitud, el dolor, la muerte, la indigencia es bastante probable que vengan a mezclarse con cualquiera de esos otros pensamientos que un día de primavera soleado con un enorme y hermosísimo campo de amapolas junto al aparcamiento de urgencias puede ocupar la mente de cualquier visitante. Y es probable también que después de atravesar las puertas abatibles y caminar hasta el fondo donde se encuentran los enfermos en observación, y permanecer allí durante un buen rato, le viniera al pensamiento esa expresión: ¡pobre diablo!, pobres diablos nosotros todos caminando confusos por este mundo, viviendo como si no nos fuéramos a morir, o a enfermar, o a hacernos mayores; viviendo, en fin, cierto espejismo de infinitud, de primavera permanente.

En unos días terminaré de corregir un volumen de versos y, como en otras ocasiones haré una edición de unos pocos ejemplares y después colocaré una copia en mi página web; otra pincelada más en el cuadro en el que estoy ocupado desde hace tiempo. Un decir. Su título será, precisamente, Pobre diablo, un alusión que apareció en mi correspondencia última con alguna frecuencia en relación a la pequeñez que uno siente, en relación a los conflictos en los que como pequeñas barquichuelas en aguas agitadas uno se ve, en relación al atrevimiento de escribir versos, en relación, en fin... Últimamente dediqué algunos días a trabajos en la parcela, que dejaron una enorme cantidad de restos vegetales que habrían ocupado la caja de un camión. Todo lo fui apilando formando una circunferencia. El primer día que no hubo viento prendí un montón en el centro y poco a poco fui echando ramas hasta convertir aquello en una gran hoguera. Me senté a una discreta distancia y observé aquello, el crepitar, las turbulencias de humo; recordé un día de cremaciones junto al Ganges, en Varanasi; frente a mí, una viuda envuelta en su sari miraba entonces como yo las llamas en donde se consumía el cadáver de su marido sobre una pira de grandes troncos.

Quedé como embobado frente a mi hoguera durante mucho tiempo; una marabunta de sensaciones se me vinieron encima. Toda la vegetación quedó reducida a un par de carretillas de cenizas. Al día siguiente diseminé todo aquello por la parcela. Una buena ración de potasio para nuestras plantas.

Sí, pobres diablos. Creo que a mí también me gustaría que un día esparcieran esas pocas cenizas que somos por nuestra parcela.


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