En el hospital




Lo veía al otro lado de la sala de reanimación, quieto, como una estatua; de piel atezada, muy oscura, los pómulos prominentes, la boca hundida, sin dentadura, los labios sensuales, finos, estirados, compuestos en un rictus de enfado, como de quien responde a su interlocutor, la vida, con un despechado silencio; su frente era ancha, el pelo caía sobre ella rebelde formando un flequillo desordenado. Los ojos permanecían cerrados, hundidos en la nada. Su hija intentaba sacarle algunas palabras sin conseguirlo. Hacía dos días que había decidido no hablar ni comer y, día y noche permanecía tumbado boca arriba encerrado en un gesto impenetrable. Cuando la enfermera pretendió introducirle una papilla mediante una jeringuilla, cerró con fuerza la boca; la papilla se derramo por la comisura de los labios. Después que le limpiaron y la enfermera se alejó, él volvió a su posición de cadáver.

Pensé en esa firme resolución de morir que yo veía en su rostro. Quiero morir, dejadme en paz, decía su expresión. Algo así le sucedió a mi madre semanas antes del último memento; pero entonces, después de sondarla y traerla sedada del hospital, a la mañana siguiente, rodeada de sus nietos y sus hijos cambió drásticamente de parecer. Reía con las bromas de unos y otros. Durante las largas horas de la noche debió de decirse: qué coño, ¿por qué dar la nota con este ofuscamiento?, mis hijos no se merecen esto. Y así se hizo dócil y decidió que los días que le quedaban de vida iba a ser amable con nosotros y consigo misma, lo que alivió sus penas y le hizo venir una insospechada alegría; como aquel día que, mientras la estábamos cambiando el pañal, resbaló de la cama y quedó en el suelo muerta de risa con la caca por aquí y por allá. ¡Cómo recuerdo aquella alegría suya, su risa abierta, franca, despreocupada, de niña que se divierte de lo lindo con un acontecimiento chusco. En ella el dramatismo de la muerte había desaparecido. Mi madre estaba preparada para aquello que escribí un día de navegación por el Amazonas entre Manaus y Tabatinga:

...
Cuando uno se muera
debería poder parar el tiempo
dar un último beso
a todos los rincones desolados del alma,
debería poder tocar las manos amadas
besar los sueños rotos
convocar a todos los esfuerzos
en un acto único,
cantar una canción,
disolverse en la niebla
con la mano de la despedida en alto.
Se acabó, queridos, cuidaros: adiós.

El hombre de pómulos prominentes y boca hundida parecía disgustado con la vida, con sus hijos, con su situación allí en el hospital. Él deseaba estar en su casa y no en aquel lugar extraño. Yo, sentado a la vera de mi padre, mientras éste dormía plácidamente la siesta, reflexionaba sobre este hecho y el porqué de esas personas, tantas, que viven con ese ahínco la sensación de que la vida les ha tratado mal. El hombre aquel probablemente sabía que estaba muriéndose, pero aún así persistía en su cabezonería de marcharse al otro mundo acompañado únicamente por el orgullo de su determinación.

Puede resultar acaso fácil especular sobre la muerte cuando uno se encuentra presumiblemente a cierta distancia del acontecimiento, pero es tan irresistible a veces esta reflexión, esa necesidad permanente de tejer y destejer continuamente sobre los temas que nos interesan, tan fuerte como las pasiones más desatadas, que uno difícilmente puede resistir la tentación de abrirse camino entre estas cosas. Empecé estas líneas en el tren de cercanías, pensando en terminarlas antes de la noche ya que al día siguiente me volvía a caminar por la sierra de Gredos, pero otras circunstancias se interpusieron, tuve que volver al hospital y mis razonamientos quedaron interrumpidos. Volví a la mi misma sala de donde había salido unos días antes y en donde la visión del aquel hombre había desencadenado mis reflexiones. Cuando ingresé en la sala, lo primero que hice fue buscarle con la mirada; ya no estaba, había fallecido en la madrugada del día anterior. Murió sin darse cuenta de que se moría. Después de la última papilla que la enfermera había tratado de darle inútilmente, no se volvió a mover; a las cinco de la mañana una maquinita que recogía los débiles impulsos de su corazón, emitió un pitido intermitente y eso fue todo, el hombre lleno de disgusto había dejado de existir. Cómo concluyera su enfado con su hija y con el mundo ya no tiene ninguna importancia; sus reflexiones y su mal humor desaparecieron con él, hace dos días eran efervescencia en su cerebro y a la mañana siguiente eran nada.

¡Gran misterio de la vida y la muerte! ¿Habrá alguien que entienda esto de que algo que existía deje sin más de existir? Aparentemente puede ser una obviedad, pero a mí me parece algo incomprensible, insondable y bastante misterioso, y lo es porque parece totalmente inconcebible que lo que uno es, piensa, quiere, desea, ama, lo que hace que todo eso sea posible, se sienta de manera tan clara y tangible, pensado desde la vida no tiene sentido, es incomprensible; es constatable solamente; nuestro cerebro, acostumbrado a moverse dentro de los márgenes de la existencia, no encuentra asideros o referencias para entender todo lo que está más allá de ese momento en que el corazón deja de latir.

No sólo las cosas son así con la muerte; sucede también con el amor. El desgajamiento que produce la muerte o la separación es un golpe terrible, que aún siendo irreversible nuestra alma no es capaz de asimilar sino tras larguísimos periodos de convivencia con los hechos consumados, poco a poco durante meses o años seguiremos viviendo la presencia de quien falleció, su incomprensible desaparición. Nuestro sistema límbico creó raíces tan profundas en nuestro cerebro que pasará mucho tiempo antes de que seamos capaces de convivir con la aceptación de los hechos (¿no es así, mi amiga desconocida?).

Yo pensé muchas veces que cuando a uno se le merme la calidad de vida considerablemente, mejor cortar por lo sano. Pero hace ya tiempo que no estoy seguro de ello, salvo que realmente uno se convierta en un muerto viviente. Y ello me viene de la convivencia con los ancianos y los hospitales. Los hospitales son con frecuencia lugares de expresión de ese afecto, amor que hay por ahí en las calles y en los hogares, en los amigos y que pasando inadvertido acaso en circunstancias normales se hace relevante en el contacto con los enfermos de las salas de urgencias. Quizás ese afecto haga que merezca todavía dar un estironcito más y aguantar hasta el final; para eso, para que sea una despedida cariñosa, incluso llena de humor: se acabó, queridos, cuidaros: adiós.


La madrugada en que murió mi madre, en mi casa sonó apacible y algo solemne la voz de Lluis Llach; fueron unas horas entrañables. No derramé en aquellos instantes ninguna lágrima pero tuve en mi alma en un puño. El hospital, la larga convalecencia de mi madre en nuestra casa habían depurado toda nuestra sensibilidad, todo nuestro amor. Cómo pudiera ser hermoso un tema así sonando de fondo en el fallecimiento de una madre mientras aseamos su cadáver, preparamos la habitación, disponíamos la casa para la familia... no lo sé, pero lo es, lo fue. El mito de la muerte duerme en nosotros de variadas maneras y parece necesario enfrentarse a la realidad para encontrar la hondura con que duermen en nosotros tantas cosas sin que apenas nos demos cuenta de ello.

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