Empieza el verano


Abrí mi viejo portátil. En el escritorio pinché en un archivo cualquiera y empecé a leer allí donde cayó mi vista. Recordaba remotamente el texto, pero no sabía si era mío o de X; o de ambos. Era mío, se trataba de un fragmento de uno de los borradores de Invierno, un largo monólogo. Al leerlo tuve la sensación de que ambos éramos la misma persona; tanto podía ser la autora ella como yo mismo. ¡La pensé tanto, la quise tanto, que es verdad, a veces es posible que se confundan nuestras personalidades!

Escribo en el viejo Compaq –¡ah el teclado de aquel Compaq!, ¡cuantas horas de agradable placer entre las manos, del suave tacto de su teclado!–; escribo en la hamaca; parece el primer día de verano. Limpié la piscina, y después de comer me subí a mi chinchorro; y allí estuve como tantas veces a lo largo de los años pensando en X mientras miraba por la ventana este vergel en que también con los años ha venido a convertirse nuestra parcela. El tiempo. También sigue adelante un viejo renuevo de aquella higuera de los primeros tiempos, brazos abiertos que se erguía frente a mi ventana como un alma en penitencia, o como un viejo amigo que mirara pensativo el horizonte agitando de vez en cuando sus manos a la brisa. Siempre mi ventana... y el mundo que cambia al otro lado de ella. Y de vez en cuando este volver a pensar en ese tiempo que transcurre. Mi amiga desconocida mandó unas cortas líneas el otro día para decir que estaba viva, que trata de hacerse a la inevitable ausencia de su padre; de hacerse al mundo de todos los días; quizás con alguna parte del corazón pensando también en que algo suceda. Todos esperamos siempre que algo suceda, algo que nos alivie de un peso, que se rinda a nuestro anhelo; quizás esperamos simplemente que cambie el tiempo y deje de llover para poder salir a pasear. Por uno u otro motivo toda la vida es una larga espera y un dilatado recrearse en el pasado. En eso consiste una parte notoria del presente.

Son los hechos, pero también las palabras, ¡tantas!, escritas aquí o allá y que después en ocasiones me cuesta reconocer incluso como mías. Cuántos cientos de páginas, cuántas reiteraciones, cuántos hechos acumulados. En busca del tiempo perdido tiene un volumen de tres mil quinientas páginas. Cuento también yo, no serán muchas menos. Pasarse la vida escribiendo la vida, rumiando, intentando atrapar la realidad, dando forma a los pensamientos, gritando las penas y las alegrías, escribiendo porque la fuerza de la necesidad lo impone. Esperando, como hoy, pacientemente a saber sobre qué voy a escribir a continuación; porque no lo sé. Estaba tranquilamente, vi el portátil, recordé su tacto suave y el placer físico que tantas veces me ha deparado su contacto y lo tomé. Lo abrí y me encontré con la confusión de no saber si el texto era mío o de X; X hablaba de río Almar y del protagonista de Moby Dick. Continué leyendo; no era X, era yo; yo que escribía sobre lo que ella había escrito. Ahora soy yo escribiendo sobre lo que escribí que escribió ella que tenía que ver con algo que escribí yo. Eso venimos haciendo desde que se inventó la escritura; escribimos unos de otros, nos repetimos. Hoy soy yo que escribe a falta de otra mejor cosa, quizás para sustraerme a la presencia de pensamientos que me llenan de nostalgia y desazón.

Llevo ya más de quinientas palabras y todavía no sé de qué voy a escribir esta tarde.

En nuestra parcela no había un solo árbol y ahora es un tupido bosque. Han sucedido muchas cosas desde aquellos tiempos en que animado por unos días de vacaciones que me proporcionaron una inesperada baja, que por otra parte no tuvo otro inconveniente que el de aguantar una escayola en el brazo durante un mes. Fue entonces cuando me dio por recopilar apuntes y ordenarlos. De allí surgió la idea de hacer una novela con aquellos papeles. Entonces dormía en la cabaña y, frente a mí, mientras esperaba el sueño o el alba despertaba conmigo, veía alzarse los brazos sarmentosos de una higuera.

Debo decidirme sobre qué escribir, la escritura, ella, el transcurso del tiempo. Pruebo: ella escribía. Quizás fuera una de las razones por las que llegamos en seguida a una buena sintonía. La escritura nos unió. Escribir ayuda a vivir; hacer que las cosas fluyan de dentro a fuera facilita que las podamos ver más de cerca; la música que llevamos en nuestro interior pasa a los instrumentos, tañe en las cuerdas o en los metales, gustamos de las armonías que se producen en el contacto con el aire; experimentar su roce con la realidad, escuchar su sincronía o acaso su disparidad. Ese era el placer, el placer del texto compartido. Ella escribía cuentos, y yo, más dado a la abstracción, me extendía en largas digresiones haciendo de vez en cuando pequeñas incursiones en las emociones a través de los versos. Quizás lo que esté más en mi ánimo ahora sea esta permanente sensación de quien se ve sorprendido repentinamente por el transcurso del tiempo que en este caso viene ligado a la experiencia de la escritura; siendo la escritura, los rastros de las palabras, como los garbanzos del cuento que me llevan a los caminos que recorrí en otro tiempo, a la omnipresente presencia de X.

Al que escribe deberíasele perdonar la flaqueza de querer poner sus palabras en un pizarrón público. Es inevitable que el presente lleve al pasado. El paso por el hospital de mi padre también me remite al pasado y a otras lecturas de la vida; vida sin más, porque la vida es el resultado de nuestro vivir, somos nosotros los que la engendramos y le transmitimos nuestra fuerza, no es un estercolero como decía mi querida X el otro día desde su mimetismo del mirlo, sólo es vida, el resultado de lo que fabricamos con nuestras manos y nuestra pasión. Otras lecturas; como la de mi padre, estos días en una delicada lucha por seguir viviendo; con gran esfuerzo; una vida vinculada también a la mía, como la de mis hijos, como la de V o X; una lectura que viene del tiempo, de la edad, de las circunstancias difíciles y que convierte a las personas que sufren en nuestros amantes, porque el que sufre está más en nosotros, extrae de nosotros lo mejor, nos dispone al amor; mi padre amante; mi padre de quien es probable que mi infancia no conserve un buen recuerdo, amansa su persona estos días, ríe conmigo, nos queremos. Mis ojos miran de manera muy diferente a ese anciano que cuando está bien se siente el hombre más feliz del mundo rodeado de sus hijos.

Atrapar la realidad, comprenderla, escribirla; mi padre, X; mi largo mirar el campo sin hacer nada de estos días, tejiendo y destejiendo siempre los mismos asuntos. Hoy, después de haberle dado el alta el pasado viernes, volvía a tener hinchados los pies y las manos, el edema no remite; no tiene apetito, está ciego, está muy viejo: se me encoge el alma. Y estas cosas, que son en esta época el pan de cada día, no sé que hacer con ellas; el ánimo me dispone a la ensoñación, y en ello estoy. Acaso sea la ensoñación una de las disposiciones anímicas más fecundas a la hora de refrescar el alma y bañarla en la realidad; padecer con otros (com-padecer), un modo de vida intensa con que poder acercarnos a los otros con gratuidad y amor. Escribir puede ser también un acto de ensoñación, una manera de convertirse en esponja, de llegar mediante las palabras al alma de los otros.

Quién sabe... sabemos tan poco siempre...


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