Los límites entre el sueño y la realidad. ¿Quien no pensó alguna vez cuando despierto, pero aún sobre el puente entre la vigilia y el sueño, que para volar sólo sería necesario echar una carrera, agitar los brazos y enfrentarse al aire con decisión? ¡Cuántas veces me desperté yo convencido de que aquella misma mañana podría echar un vuelito por encima del campo que rodea nuestra parcela! Y hoy, leyendo a Bachelar, esa Poética de la ensoñación que dejé a medias en primavera y que retomo ahora, estoy más convencido que nunca de su posibilidad. Basta no mirar a la cruda luz del día, basta, como en el cuento que me envió mi hija hace un par de días, con pensar que es posible ser diferentes y sacar fuerzas de nuestro recóndito yo, todo el empuje que necesita nuestra capacidad de vuelo; esperar una brisa lo suficientemente cantarina, un golpe de viento de esos que echan a volar los grandes percances del mundo por los aires, los anuncios, las historias tristes de los políticos, tristes periódicos que ya no sirven ni para liar bocadillos. Liar bocadillos o un pitillo, acaso lo mismo.
Y una vez en el aire saber que todo lo que miro me mira, dulzura de ver y admirar, orgullo de ser admirado (Novalis, sí), espacio abierto para emborracharse de nubes, de luna, de viento; y jugar con los murciélagos y los vencejos y el aire, arriba, arriba el aire. ¿Quien pone en duda que tú y yo podremos volar cada tarde? ¿Cómo? Muy sencillo, primera cosa importante: haber comido bien, si con un vasito de vino mejor, y después, tener tiempo; tiempo, Patsy, mi amiga allende los mares, tiempo, chica; ¿cómo volar si no en esos cinco minutos que te deja este mundo tan organizado?. Tiempo ¿para qué? para qué va a ser, para volar, para soñar, para subirse a la hamaca, tumbarse en el césped, estirarse en el sofá mirando al techo a contar moscas, a jugar con los reflejos que dejan los recuerdos entre las cortinas, los encajes, o entre las facturas del teléfono. ¿Tú te crees que se puede volar así sin más, curra que te curra de la mañana a la tarde?. Nanáis. Tiempo para ensoñarse, para comer fresas con nata –ummm, qué ricas–, para mirar a las chicas bonitas, para hacer buñuelos con las nubes de los aires. Nada de engordar, ni de dineros, ni de demasiadas cosas, ligeros, ligeros como el aire. Después es cosa hecha, para volar sólo hay que ponerse en situación, esperar un poquito, cerrar los ojos, soñar, y así, en un plis plas, en el momento en que menos te lo pienses, sin que te des cuenta tus huesos se habrán hecho ligeros, tus brazos fuertes, tu dicha soberana; será el momento, pies para que os quiero, una carrerita por el campo y... allá voyyyyyyyyy... estarás en el aire.
El aire inflando el hueco de tus brazos, la tierra alejándose, las térmicas llevándote hacia el río, hacia la playa aquella en que jugó Valentín el último verano. Uuuuuuummmmmm, y cuando ya dominas la cosa hacer una pasada rasante sobre las olas de leche, y uuuuuuuummmmm y avanzar sobre las chepas calmosas del agua y jugar con las cometas de los niños. Pero sobre todo sentir en el cuerpo el ligero viento, la fuerza anhelante de los brazos, la porosidad de nuestro pecho almacenando sensaciones, la humedad de nuestros ojos emocionados, felices, libres, libres como ese Salvador Gaviota de lejana lectura.
Pugilato de locos, sueño contra sueño, ligereza de pluma contra pesantez de plomo de mi cuerpo cuando caminar, avanzar ligeramente los pies requiere un terrible esfuerzo; los gnomos tirando del camisón, los brazos hacia adelante... llegaré tarde, coño, déjadme; y el sueño, nada que nada, llegarás tarde. Y además te encontrarás en calzoncillos en la calle, descalzo, ridículamente tocado con el gorro de dormir de tu bisabuelo. Preocupaciones estúpidas durmiendo en nobles barriles de roble, como vino espeso, suficientemente ebrio como para no saber encontrar el camino del metro. Rediós, leñe, coño, soltadme; cabrones de mierda. Por cierto, ¿quién me robó los pantalones? Los gayumbos como me lo hacía mi madre, de sábanas viejas, casi hasta las rodillas, fantasmas encalzoncillados por la fuerza del presupuesto de aquellos tiempos de no llegar a fin de mes.
¿Un sueño? Nanáis, no la ensoñación que adormece, no, la otra la que nos hace alegres y ligeros como el aire, la que nos llena de sueño y ganas de vivir, de la gracia del aire, la que saliendo de la pesadilla del círculo de tiza en el que estamos encerrados, esa habitación sin puertas de la película de Buñuel que tantos dudan en atravesar, se hace recolectora de sensaciones, de setas de bosque, incluso de la bella y terrible amanita mustarida y juega con ellas a la comba, las agita como sonajas para arrancarles la música que lleva dentro. Yo respiro el aire, el aire me respira; yo miro al mundo, el mundo me mira, y dichosos el mundo, el mundo y yo, yo en la brisa y el viento, él en mí, yo en el Todo, el Todo en mí. Recuperar el columpio de la infancia, mecerse en el aire, navegar en la media luna de la verbena y después un ratito junto al crepúsculo dedicarse como el Principito a encender y apagar farolas, al final de la tarde. Tiempo para soñar, leñe; tanto progreso, tanta historia; que sí, que nos tenemos que morir. Vamos a jugar un rato, ¿qué te parece si nos damos una vuelta por el aire?
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