Pareciera que el término espíritu tribal nos lo encontráramos siempre referido a la defensa más primitiva de ciertos vínculos atávicos que por estar arraigados en los hombres de manera indeleble pertenecen al ámbito determinista de la biología; algo que nos supera y que en momentos de conflictos, cuando vemos en peligro a alguien que pertenece a eso que podríamos englobar dentro del término nuestra tribu, insufla en nuestro organismo una poderosa dosis de adrenalina que pone a todo nuestro cuerpo en guardia contra la agresión de cualquiera de los miembros del clan. Valgan los términos clan y tribu sólo para expresar el fenómeno que se da en un conflicto en relación con personas cuyo nivel de intimidad y querencia son máximas, aunque no para definir los límites de un grupo social determinado. Voy tras la razón de ser de esa violencia que da lugar a esa quemazón de la sangre, me hierve la sangre, oímos decir cuando algo provoca una violenta reacción por nuestra parte, indignación, deseos de rajar la tripa a un tercero por un hecho de notoria injuria o humillación que puede estar sufriendo un hijo, padre, madre, esposa; amante, añadiría yo.
Probablemente un tema del ámbito de la antropología del que la actualidad puede servir ejemplos muy variados sea la furia nacionalista, el tribalismo de los gitanos, o la manera casi anecdótica de la reacción de violencia de la madre que viendo ultrajado a su hijo por otro pequeñín no puede reprimir su indignación.
No tengo ni idea de estas cosas, e imagino que las tales tienen que ver con comportamientos heredados destinados a proteger a la especie, en este caso al grupo social o familiar inmediato, contra las agresiones del medio; pero como sufridor que soy tanto de las posibles agresiones contra lo que podría denominarse mi tribu o mi clan, como de mis propias reacciones en su defensa, ese saco la cheira y te rajo si vuelves a tocar a mi neno, bien merece la pena darse una vuelta por estas cosas por ver si a base enhebrar palabras aquí y allá uno se aclara un poco. Viene al caso esta irrupción en el tema debido a una excitación con la que me desperté esta mañana y que no logro suavizar del todo pese al esfuerzo que pongo en ello. No es del caso contar el asunto, pero sucedió que en cierto momento, hace un mes aproximadamente, en la residencia donde vive mi padre habían cometido una injusticia con él trasladándole a una habitación al otro extremo del edificio. La explicaciones que me dieron entonces me parecieron comprensibles y dado que era algo temporal no pusimos ningún inconveniente. Pero de esto hace un mes. Hoy que iba a verle, y que pensaba que había que resolver el asunto del traslado de la habitación, ya me encontré con el organismo algo inundado por esa sustancia específica que luego yo quise identificar como la responsable de la defensa del clan. La adrenalina me corría por la sangre de tal manera que cuando entré en el despacho de la psicóloga de la residencia y ésta, así de sopetón, me dijo que estaban considerando la posibilidad de hacer definitivo el traslado, tuve que sujetarme a la mesa para que mi indignación y mi agresividad no se hicieran demasiado evidentes. La psicóloga, que pensó que estaba tratando con algún domesticado y adormecido telespectador, y que demostró a lo largo de la entrevista tener escasa idea de lo que tenía entre las manos, tuvo al final que recoger todo el carrete que había largado y metérselo entre el abultado maquillaje que le cubría la cara (sí, a mí me parecieron demasiadas toneladas de pintura para una trabajadora de una residencia. Raro que es uno, ya se ve). Así que aquí estoy yo curándome en salud y haciendo disquisiciones sobre qué pertenece a mi amor propio herido y qué a ese espíritu que me puso en guardia contra una ofensa recibida por mi padre. Y me inclino a pensar que en este caso mi yo dejó de ser mi yo personal para asumir el papel del yo colectivo, yo tribal, porque la injuria la sentía como hecha a mí, a mi padre, a mi hermana, a todos los que tienen una preocupación directa por él.
Estas cosas, el honor manchado de alguien que pertenece a una pequeña colectividad, la vejación de un ser querido, parecen provocar en el organismo una verdadera vorágine de sentimientos de indignación, de ansiedad incluso.
Mi primer encuentro con un sentimiento tal pertenece a una época en que yo debía de tener ocho o nueve años. Mi hermano, que debía de dar bastante la lata en el colegio y molestar lo suyo a los otros niños ya con sus cinco o seis años, había recibido algunos pescozones por parte del director del colegio que precisamente vivía unos pocos portales más abajo de nuestra casa. Uno de aquellos días que mi hermano llegó a casa lloriqueando, mi madre, ni corta ni perezosa, dejando lo que estaba haciendo, salió disparada a la calle limpiándose las manos en el delantal a encontrarse con don Florentino, un individuo de rizos rubios, mirada adusta y sobre todo con una estatura que a mí entonces me parecía sobrecogedora frente a la de mi madre que no debía de pasar del metro y medio. Homérica estampa la de mi madre arremetiendo contra aquel Goliat; indignada, roja de ira, cuando vio al director avanzar circunspecto y muy señor por la otra acera, cruzó la calle y se abalanzó sobre él increpándole; poco le faltó para que le arrancara los ojos. Que sea la última vez, terminó imperiosa mi madre frente a aquel corpachón de director plenipontenciario.
Quizás nuestro mayor grado de civilización hace que estas cosas las sublimemos o las revistamos con alguna sofisticada estratagema en encubiertos mecanismos de defensa, pasándonos así desapercibido este tic genético que convierte nuestro yo personal en un yo colectivo que asume directamente la defensa del clan, de ese grupo afectivo del que formamos parte como uña y carne. Y es algo que sucede también cuando nos sentimos íntimamente ligados con una persona. Sentir la humillación y la indignidad sufrida por el otro desencadena los mismos mecanismos, la misma ansiedad, parecido dolor; basta que sintamos al otro muy cerca de nosotros para que éste pase a formar parte de ese yo colectivo que asumimos cuando una parte de él está en peligro, cuando una persona de nuestro entornos próximo sufre una agresión.
Y me imagino lo que estas cosas o sus derivaciones pueden repercutir cuando las trasladamos a un ámbito más amplio; pienso en lo mucho que pueden nutrirse de ellas los nacionalismos, los chovinismos, los sentimientos de clase. De todos modos reconocer en un sentimiento su atavismo, la impronta de la lucha por la supervivencia del grupo, es un trabajo interesante que ayuda a saber de los mecanismos de que se vale nuestra psicología y que ayuda, llegado el caso, a obrar en consecuencia después de que nuestra conciencia ha tomado debida cuenta de los elementos que entran en juego en nuestras reacciones y comportamientos. También es cierto que la defensa del clan, empujada por ese espíritu atávico de pervivencia, es una consecuencia de una situación generalizada de peligro o de inseguridad, y que no se daría en una sociedad en donde la confianza fuera un bien consolidado. Pensar que en una residencia, en cualquier trabajo, todo funciona siempre perfectamente sería una ingenuidad; quizás en consecuencia la rendija que queda a la inoperancia y a la abulia de quienes no trabajan como deben, no les venga del todo mal un merecido cabreo de la clientela. Y es que vivimos en el Mediterráneo, nunca tuvimos la oportunidad de recibir en herencia la flema británica, por ejemplo. De momento, un asunto baladí, aunque no para nosotros, que parecía querer reproducirse a sí mismo durante meses, ya ha tomado la dirección de solucionarse. Espero.
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