¡Mira que hacer un post sobre el cuarto de baño...! No, si tú...)
La decoración del cuarto de baño nació de la idea de otro baño, uno lejano de un pequeño hotel de San Carlos de Bariloche, en la Patagonia argentina. Allá llegamos a final del otoño en el día de la primera nieve. El lugar era amigable; desde nuestra ventana, a modo de hornacina sobre el tejado, veíamos nevar. El cuarto de baño era todo de madera machihembrada; se experimentaba dentro la sensación del interior de una sauna; evocaba alguna película de Bergman. La nieve y el interior acogedor de una ducha que derramaba su agua directamente sobre el piso levantando intensas nubes de vapor, era muy propio de aquella escena en que Max von Sydow revitalizaba sus carnes entre el vapor de la sauna y los golpes sobre su cuerpo de las ramas de abedul; creo que se trataba de El manantial de la doncella.
La idea sucinta venía pues de Argentina. Alguno de sus otros débitos tienen su origen en mis hábitos de pernoctar en los bosques. Cuando uno duerme en un bosque, la perspectiva que tiene del mundo sobre su cabeza es bastante peculiar; los árboles aparecen como lanzas dirigidas al cielo, el punto de fuga situado en el lugar inhabitual del cielo hace que los árboles, picudos y alargados por la perspectiva converjan hacia el centro del espacio que contemplamos desde el saco de dormir. Los árboles son un elemento dominante en mi experiencia. Si desde que habitamos nuestra casa tuve empeño en disponer de una pequeña alameda en alguna parte de la parcela, porque ello me ponía en contacto con el agradable sonido de sus hojas cuando vivaqueaba en ellas, mi empeño por llenar de árboles el cuarto de baño quizás arranca de un lejano viaje que hice con mi amiga Raquel cuarenta años atrás al cabo Norte; dos meses pasados en los bosques de abetos de Escandinavia, haciendo guardia tantas noches bajo sus ramas, bajo ese cielo que era un eterno crepúsculo-amanecer en donde uno confundía fácilmente la hora de dormir con la hora de la pesca o las largas sesiones de lectura, tanto tiempo dio para que se fijaran también en mi memoria la belleza plástica de su hermosa corteza de nieve. Sus cortezas, que nosotros usamos aquel verano para imprimir con fuego algunos pirograbados, fueron siempre un motivo fotográfico que en nuestras latitudes es difícil explotar, aunque cuando entre los pinos o los robles, en la sierra de Canencia, por ejemplo, apuntan algunos ejemplares el efecto es extraordinario; el pasado invierno, por ejemplo, atravesando la sierra desde Bustarviejo a Alamedilla, con la nieve hasta la rodilla, encontramos unos buenos ejemplares en cuyas ramas todavía tintineaban las hojas del final del otoño. Era una estampa de una belleza extraordinaria. Así pues el cuarto de baño debía de tener abedules. En un primer momento pensé en poner cortezas reales, quizás pequeños troncos segmentados, pero encontré una solución más sencilla y, sobre todo menos aparatosa pintando directamente sobre la parte superior del cuarto de baño los troncos que apuntaban al cielo por encima del alto friso de madera que había rescatado del hotelito de Bariloche.
Aquel año nos quitamos con alivio de encima una azulejería que no nos gustaba y que parecía sacada de una de las primeras películas de Almodóvar. Para la bañera pasamos una semana dando vueltas por ahí, buscábamos algo de diseño informal que se adaptara a la idea del conjunto y que no fuera de un refinamiento que chocara con el resto y tuviera dimensiones discretas, dado que el espacio del cuarto de baño era mínimo; pero nuestra búsqueda fue infructuosa, aparte de los precios, un cantar que habíamos de tener muy en cuenta. El caso fue que el siguiente fin de semana nos fuimos a ver a mi padre a Valdemoro, y a la vuelta, íbamos charlando sobre el asunto de la bañera, cuando de repente, sobre un contenedor de escombros, como un barco alzado sobre el promontorio de una isla de pedruscos, avistamos nuestra bañera. Aparcamos la furgoneta, nos aproximamos, miramos, estaba nueva. Visto y no visto la metimos en el coche y pies para qué os quiero. La bañera venía ni que pintada; era discreta, de formas convencionales, pero se ajustaba para otra idea que tenía en la cabeza, la posibilidad de revestir toda la base de piedra.
Árboles, un poco de cielo por encima de ellos, unas cumbres apuntando en lo alto de la fachada oeste sobre la puerta, la madera cubriendo los muros, la piedra de la base de la bañera. Bueno, poco a poco fuimos armonizando las ideas, algo así como se hace cuando uno está pintando un cuadro. Unas pocas pinceladas, unos pasos atrás para mirar el conjunto, otras pinceladas y así sucesivamente. Las piedras no fue difícil encontrarlas; el inodoro se pintó, el lavabo vino de un derribo; la lavadora recibió unos toques de pintura para conjuntarlo con la puerta y el revestimiento de madera.
Ahora quedaban sólo los pequeños detalles, una cortina de baño amarillo real, un espejo que hicimos a la medida y pintamos con bandas malvas y grises, y el capricho por mi parte de tener una fotografía de gran formato de todos nosotros retratados como Dios nos trajo al mundo. Para lo cual un día de aquellos, un invierno, mis hijos ya andaban por ahí organizando su vida, quedamos citados todos para la sesión fotográfica. Dos o tres horas antes rescaldamos la casa y preparamos el decorado. Nos divertimos montón haciéndonos fotos en bolas; primero en grupo, después de uno en uno; todos teníamos la imaginación muy aguda aquella mañana. En la pared del baño quedó una bastante formal. Es el retrato familiar que más me gusta. Creo que pillé a mis hijos a tiempo para estas cosas; si tuviera que hacer la sesión de fotos ahora lo mismo me decían que nanáis, sobre todo la Gorda que parece haberse hecho más pudorosa. Ya para la foto de desnudo que puse de ella en el frontispicio de la biblioteca me hizo un guiño que venía a decir algo así como una y no más Santo Tomás.
¿Y qué más? Pues que no faltan los días que eche de menos esa sencillez que reinaba en nuestro hogar, con los hijos mayores, de andar como recién nacidos por la casa; esas tertulias en el cuarto de baño por la mañana cuando Guillermo o cualquiera de los otros dos, sentado en el borde de la bañera, podían perfectamente entablar una de las largas conversaciones con su madre a propósito de cine o cualquier tema de universidad; aquí te pillo aquí te mato. El cuarto de baño siempre pareció un lugar propicio para conversar; un lugar en donde se mataban dos pájaros de un tiro, atendiendo a las necesidades personales y a la vez dando rienda suelta al gusto de relatar el sueño de la última noche. A mí nunca me pareció un lugar suficientemente ventilado para entrar en disquisiciones filosóficas, pero debo reconocer que la facultad comunicativa del lugar funcionaba muy bien.