Recuerdo que la primera cosa que busqué con los ojos cuando el propietario anterior nos enseñó nuestra casa fue la habitación de la chimenea, lo que sería después para nosotros el cuarto de estar. Fue una decepción. La estancia, semidesnuda, con tres diminutas ventanas y un mármol jaspeado rodeando el hogar era algo inhóspito y feo.
Como no teníamos un duro fue necesario echarle mucha imaginación y dedicarle gran cantidad de tiempo. En aquellos tiempos toda la familia desarrollamos todos los oficios que fueron necesarios para poner en condiciones una casa; nos llevó más de medio año dejar a nuestro gusto la parte de la casa que más nos urgía.
Cuando llegó el invierno el cuarto de estar ya estaba preparado para servirnos de lugar de encuentro, se convirtió en el espacio para la música, el cine, y sobre todo el lugar de la contemplación; la siempre presencia del fuego como catalizador del ensimismamiento o de la conversación relajada tras la cena.
Las sólidas ramas gruesas de la encina, las raíces, en otra época una tonelada de roble que se quemó durante dos inviernos en esa chimenea, los restos de recortes de haya de una fábrica de muebles o la madera de aglomerado que en las épocas de las restricciones económicas alimentaban nuestro fuego, como aquel año en que las raíces de retama de un campo vecino fue con su especial llama azulada y sus formas grotescas y nuevas en nuestra chimenea, constituyó el transfondo de todas las ensoñaciones de un invierno, una época que todavía no había chimenea en la cabaña y las largas veladas de invierno transcurrían en la semipenumbra de la habitación oscurecida intencionadamente para hacer de ella el refugio encantado en que recogerse al final del día para ir contando con los dedos de la mano las emociones que la jornada había deparado y después tejerlas aquí o allá con las llamas del fuego que a ratos subían chisporroteantes lanzando pequeños proyectiles encendidos a nuestros pies. Fuego compartido los fines de semana con un whisky de tintineantes cubitos de hielo en su interior mientras mis pensamientos subían o bajaban al ritmo de las llamas, encontrando a veces un rostro entre los troncos que cambiaba su fisonomía, reforzaba un rasgo, desaparecía en el fondo silbante de las cenizas y el fuego; sugiriendo otras rincones encantados de montañas entre cuyas cumbres siempre había encontrado el fuego como un ensalmo acompañando largas conversaciones de hombres y mujeres cuya pasión por la montaña el fuego parecía bruñir con un nosequé de belleza visionaria; trayendo al hilo de los pensamientos inquietos siempre en su ir y venir por los acontecimientos, los proyectos o acaso el reencuentro con unos ojos que fugazmente se cruzaron conmigo en algún recodo de las horas del días.
Cuando a mi madre la diagnosticaron un cáncer terminal fue ésta la habitación que preparamos para ella. Fue una mutación insólita para este espacio que siempre había sido de recreo y contemplación. A partir de entonces se convirtió en enfermería, dormitorio, taller en el que mi padre se entretenía con sus trabajos de maquetería. Sacamos el piano, metimos la cama de mis padres y, junto a la ventana pusimos una bonita mesa de pino que compramos expresamente para que trabajara él. Bajo el ancho aparador color nogal que atravesaba la pared norte y en el que descansaba una enorme pecera, instalamos la farmacia, los pañales, todo lo que ella iba a necesitar durante los tres meses que duraría su vida. De todas las metamorfosis que sufrió la habitación esta fue la que más permanentemente está incrustrada en mi retina. Los tres meses más intensos de mi vida transcurrieron entonces entre estas cuatro paredes; y probablemente les suceda lo mismo a Victoria y a nuestros hijos. Muchas de aquellas noches en que el fuego de la chimenea había sido casi prescrito, el rectángulo iluminado de las llamas era sustituido por la luz difusa del acuario en donde borboteaban las burbujas de oxigeno; mi madre, desde su lecho, gustaba mirar durante horas el ir y venir de los peces. Creo que le tranquilizaba mucho aquel espectáculo en medio de la oscuridad.
El día en que creímos llegada la hora sí encendimos el fuego de la chimenea. Victoria y yo montamos guardia durante la noche. El silencio de la casa tenía algo de premonición; sólo era interrumpido por el crepitar del fuego y la bomba del acuario. Mi madre había cortado la tarde anterior su relación con el mundo circundante y vivía dormida sumida en el abismo de sí misma; ausente, su organismo se preparaba para morir. No daba ninguna muestra de sufrimiento. Con las luces apagadas y las sombras bailando al ritmo de las llamas sobre las paredes de la habitación, la escena tenía las características de los grandes momentos de la vida de los hombres. Sobre las dos de la mañana me metí en la cama con mi madre; intermitentemente su asma hacía su respiración trabajosa, sonora, pero no tardaba en volver a la normalidad. Sentí su calor como se siente el calor de una amante. Los años de toda una vida desfilaban por mi memoria unidos al sentimiento de no haber dedicado tiempo suficiente a mi madre después de mi infancia. Sus largas esperas durante los fines de semanas hasta que volvía de la montaña, inclinada sobre alguna labor de punto, a veces muy entrada la madrugada, retornaron a mí. ¿Cuánto la había hecho sufrir a ella esa peligrosa afición mía de la escalada? Y su silencio ante ello, nunca una palabra de recriminación; nunca una observación en contra cuando a su hijo en plena nochebuena se le ocurría que él no cenaría en casa porque prefería hacerlo solo en la Pedriza. Dios, cuántos disparates se hacen en la vida. Todo aquello se lo decía susurrando. Mis labios tocaban su cuello en un último esfuerzo porque me oyera, porque sabía que dentro de un rato ella ya no viviría; mis brazos la atraían contra mí. Hacia las cuatro de la mañana despertó repentinamente, sus pulmones estaban encharcados de sangre; fue el principio del final.
Como la casa, aparte lo más prioritario, fue haciéndose poco a poco, no sería descabellado hablar de la historia de un hogar; al fin y al cabo algo bastante más importante para sus habitantes que cualquier otra historia, sea ésta la de la China o la del imperio Austro-Húngaro. Nuestras raíces se asientan siempre en una casa, la de la infancia; y no hay periodo en la vida en que no nos hallemos de un modo u otro vinculado al espacio en el que transcurre la mayor parte de nuestra existencia, nacen nuestras inquietudes, sufrimos, amamos, nos hacemos mayores y, ójala, tengamos la oportunidad de morir.
El cuarto de estar en su evolución siempre chocó con un imponderable. Convertido en lugar discretamente retirado del resto de la casa, era idóneo para las siestas de los meses de calor, y a falta todavía de descubrir la cabaña todavía convertida en chamizo para las herramientas, en lugar para el retiro; pero tenía la limitación de una altísima ventana a la que casi había que trepar para contemplar el atardecer o ver simplemente el campo. Así que un buen día nos armamos de cortafrío y maza e hicimos un enorme hueco en la pared de poniente, suficiente como para poder sentarse a contemplar ya todos los crepúsculos del año, cosa de vital importancia para mi caso, y muy particularmente en esta casa en la que sólo los sembrados se interponen entre nosotros y la sierra de Gredos. El punto álgido de la obra fue subir dos vigas de hormigón de más de dos metros de larga sobre el dintel de la puerta. Uno que es un cagaprisas y que cuando está en un proyecto no puede esperar a mañana a recibir ayuda, tuvo que ingeniársela para subir y meter las vigas en sendos huecos, lo que quedó ahí para mi gusto y satisfacción como testimonio de que uno puede más de lo que cree poder. Ahora al atardecer no le faltaba ya más que un par de hamacas en las que columpiarse sobre la siesta y ver volar las golondrinas mientras el sol se acostaba, lo que sucedió después de nuestro primer viaje a América. Después de nuestra experiencia de dos semanas navegando por el Amazonas, decidimos que el invento de la hamaca era un artilugio que había sido creado expresamente para nuestro habitación del crepúsculo. Y dicho y hecho. Ahora, cuando nos reunimos toda la familia en casa en Navidad, los niños no piden otra cosa que les dejen dormir allí. Se sienten como en un barco. También nosotros.
Sus paredes son también un muestrario de circunstancias variadas: viajes por Oriente, por Irán, por India, dos retratos nuestros, retratos a la antigua usanza como presidiendo el lugar, una máscara carnavalesca comprada un verano en Venecia, la familia en pleno por todos los lados, ellos y ellas, ella y él, un dibujo a tinta china de Peña Ubiña y bajo él un hueco de un retrato de Marisa que ha pasado a la cabaña; y por último una foto colectiva en donde todos, guapos y sonrientes, parecemos no haber roto un plato en nuestra vida. En las paredes también hay testimonios de mis veleidades pictóricas, un tiempo que me compré un puñado de pinceles y unos tubos de pintura al óleo.
El cuarto de estar está un poco triste ahora. Yo me recluí en la cabaña y cuando raramente subo es para ver una película a última hora o para compartir con Victoria un rato frente a la chimenea. Quizás vengan tiempos mejores. El hombre ya se sabe es animal de costumbres y a mí me sucede ahora que los siete u ocho metros cuadrados de mi cabaña me parecen espacio más que suficiente para vivir. Por el resto de la casa parezco como de visita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios