Mi cabaña




Ayer estuve solo en casa. Por la tarde, después de andar ordenando un poco por aquí y por allá sucedió un pequeño milagro. De pronto me vi como quien descubre un maravilloso entorno que los días anteriores, tras mi larga ausencia, había pasado acaso desapercibido, al menos en esa intensidad emotiva que surge poderosa en contadas ocasiones cuando los muebles, determinado rincón, algún detalle sobre las paredes, incluso una música que en otro tiempo sonaba con frecuencia porque alguno de sus habitantes era adicto a ella, tiene la capacidad de evocar eso que de nuestra vida tiene y tendrá hasta el último instante de entrañable experiencia. El pálpito de vida que habita en los cordones de una hamaca, un sillón, una cama; el rectángulo ensombrecido del hueco de una chimenea que calentó durante décadas los ojos y alimentó las ensoñaciones; las habitaciones de los hijos que les vieron crecer, que guardaron sus secretos, sus expectativas, que alimentaron la aparición de un amor; los lugares de reunión, las sillas que ocupábamos durante nuestras largas conversaciones o los ajustes que deben de hacerse en todas las familias; la mesa camilla bajo cuyas faldas yacía la televisión severamente proscrita y sólo accesible en contadas ocasiones y que sirve ahora para diversión de nuestros hijos cuando nos cuentan ahora las triquiñuelas que usaban para violar aquellas rígidas normas. ¿Quién podría dar con detalles las mil y una circunstancias que encierran las paredes del hogar? Cuando el pasado año mis hijos venían a echar un vistazo a la casa durante nuestra ausencia, un largo viaje por África, nin guno de ellos se libró del encanto del encuentro con un nosequé misterioso que habitaba El Chorrillo en la soledad aleteante de una calurosa tarde de verano; todos experimentaron algo que creo estaba también en mí ayer tarde; ellos hablaban del encuentro con sus raíces.


Hoy, y si el ánimo me da para más también más adelante, inicio un recorrido por mi casa, y ello si las moscas me dejan en paz, que contento estaba yo este año porque apenas se las veía, hasta que de pronto, quizás viendo que su final se aproxima se han puesto nerviosas y andan por la casa desesperadas no dejándome un minuto de paz, montones de moscas fornicadoras cuyo único objeto en estos días es copular y morder.

Habitar la casa en la que llevamos viviendo veinte años fue producto de una simple casualidad, un día que paseamos en coche Mario y yo por el campo, a dos kilómetros del pueblo, coronando una lomita frente a un campo en donde se mecía sereno como el mar una espigada cebada, se alzaba una casa solitaria en cuya parcela crecían unas tomateras, un olivo, tres cerezos, dos pinos y algún puntiagudo ciprés. Cuando doblamos el camino, nos encontramos con un cartel: se vende. Un mes más tarde aquello se convirtió en nuestro hogar.

“Mi obra es sólo un sueño sobre los seres y las cosas que se manifiestan ante los sentidos. Es una alusión a los misterios que oculta el mundo sensible” Son palabras de Henri Bosco. Para mí la cabaña durante mucho tiempo fue una higuera frente a su ventana, el símbolo de la vida y la muerte representado en sus brazos nudosos alzados al cielo como sarmentosos dedos de anciana ya desde el primer invierno; me inspiró durante mucho tiempo, el vaivén de sus hojas, los brotes tiernos cada primavera cuando en la parcela era todavía un ser solitario que me hacía compañía frente a este rústico adosado de la casa que por entonces no era más que un cuartucho para las herramientas del anterior propietario; un lugar con el que me encariñé en seguida y que con el tiempo convertí en refugio, lugar de trabajo, espacio para la ensoñación. Con el tiempo abrí ventanas, encalé el interior, construí una estantería donde recoger los libros que más me gustaban; hice de sus paredes un testimonio de mis pasiones, el retrato de una mujer solitaria ocupó pronto un lugar prominente junto a la chimenea, sus ositos de peluche poblaron su repisa o la estantería de los libros; a ellas subieron también la representación de mi otra pasión, la de correr, dos fotografías testimonio de la llegada a la meta en dos maratones, desfallecido, hecho trizas, en una de ellas mi hija corriendo a mi encuentro. También hay en la repisa de la chimenea un pequeño Buda, y un caballo que Lucía y Quique trajeron de Polonia a Marisa y que alguna especial circunstancia hicieron retornar a mi cabaña.


La pared sur recoge imágenes caras: un descanso en el camino de un largo periplo familiar en bicicleta por España, verano de pedaleo a través de los ríos que subían desde la misma puerta de la casa, empezando por el Guadarrama, península arriba hasta llegar al mar, para descender después de cuatro semanas desde Galicia y tierras de Zamora de nuevo hasta casa, tras una ardua pedaleada por la sierra de los Ancares; a su derecha una escultura de Villelan que representa a dos ancianos desnudos reunidos por los años y una ternura indecible; junto a ellos el otoño dorado de Gedrez donde vivimos un par de años, el dibujo de la amante de los caballos, la Osita, un grabado de Kety, la tía pintora de Victoria cuya dulzura de carácter recordamos todos en casa con tanto cariño; y a la derecha, sobre el dintel, los tres mosqueteros de nuestros hijos en tierras de Laponia en amigable encuentro con un reno del lugar; un testimonio más de nuestra vocación de viajeros infatigables. No vivimos en el recuerdo, pero sí vive él en nosotros, en la prolongación de nosotros mismos y de las personas que queremos, sí acaricia con su mano nuestro yo agradecido. Hay muchos momento en la vida en que uno cierra los ojos o mira las imágenes que cuelgan de las paredes y siente dentro de sí eso que Henri Bosco denomina los misterios del mundo sensible, la gozosa alegría de encontrarnos de nuevo con nosotros mismos, con ellos, la comunión del presente y el pasado en ese misterio que también es la vida.

Hoy el viento anda agitando las ramas; hoy, la higuera que era mi ventana entera ya no existe, un verano enfermó y cuando volvimos de uno de nuestros viajes la encontramos caída sobre un costado; todavía vivían unas pocas hojas sobre su madera muerta. De la poca vida de aquella que quedó encerrada en su raíz, brotó un renuevo que se eleva con sus dos brazos tímidamente rodeado por dos acacias, un olmo y un álamo blanco.

La cabaña es en sí misma un mundo, me llevaría libros enteros expresar el tránsito de las emociones vividas en ella, los sueños convertidos en realidad entre sus cuatro paredes, los cientos de horas que ella pacientemente ha acogido mis penas o mis alegrías, sus ruidos, sus cantos, el fuego calentando siempre en invierno mi alma; el silbo del aire, el canto de los pájaros, la noche estrellada entrando por su ventana hasta mi cama.






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