Quizás nos olvidamos, me olvido, que una parte importante de la vida es dolor y que intentar obviarlo es totalmente imposible. Surgió esta consideración mientras me tomaba el café a oscuras sentado entre los árboles de la parcela. Era el final de un día de soledad en la casa, que se había resuelto después de trabajar toda la mañana en la obra de un porche, cortar árboles, acarrearlos, apuntalar la estructura de madera, tareas no desagradables en absoluto, todo lo contrario, vida de colono en mitad del bosque acompañado de perros y pájaros; que se había resuelto después de la comida en un cansancio repentino que me adormeció sobre la tumbona mientras los últimos rayos del sol empezaban a desaparecer sobre la lejana sierra de Gredos. Era tal mi sueño que me era imposible saltar de la posición de adormilamiento a la de actividad consciente. Logró sacarme del sopor el timbre del teléfono en algún lugar lejano de la casa. Me levanté con trabajo y corrí atorado hacia el teléfono. La realidad es que estaba algo deprimido. Un atisbo de lumbago me había perseguido durante todo el día, y aunque traté en todo momento de dosificar mis esfuerzos, éste estaba dispuesto a darme la lata y lo consiguió con éxito. Cuando dejé el teléfono me di cuenta de que apenas podía moverme.
A veces se reflexiona mejor desde la postración que desde el estado de júbilo. Es tan aparatoso el ruido que hacen esta noche algunos bichos en la nocturnidad de la parcela, que de estar en un lugar abierto podría llegar a pensar que me encuentro rodeado de jabalíes; las hojas se quiebran a cada instante bajo el peso de algún animal desconocido mientras mis perros, incluido el bebé de pastor alemán que pasó a formar parte de la familia hace una semana, duermen apaciblemente a mis pies. Estar solo en casa agudiza mi sensibilidad; aprecio estos días de soledad casera. Se reflexiona mejor, o al menos eso me parece a mí, y ello siempre que uno no esté tan desesperado como para tirarse por el puente. Acaso el término postración no se muy adecuado; mejor diría estado de desorientación, esas situaciones en que la vida tiene una especial densidad, pesa, se la siente tan apretadamente alrededor de todo el cuerpo, del espíritu, que esa presión produce dolor. La vida, como esos aros de hierro que mantienen la presión del líquido en las barriles de roble, abraza con sus anillos una suerte de fermento que amenaza con hacer saltar la estructura que la retiene.
Leer una novela puede convertirse en un intensa reflexión sobre la realidad; me sucedió anoche, fue una experiencia que acaso tenga que ver con mi ánimo de hoy; la lectura bajo los árboles mientras la tarde acababa, se demoraba en una larga conversación entre Ella (pronúnciese El-la), una de las protagonistas, y su padre, militar jubilado, viudo, hombre de profunda vida interior que nunca tuvo una conversación significativa con su hija hasta ese momento. Era desolador comprobar la soledad en que viven algunas personas a lo largo de su vida; soledad aunque acompañada, aislados unos de otros, sin saber apenas de otra cosa que no sea la prosaica resolución de los problemas de intendencia, los asuntos cotidianos. No, apenas pienso en tu madre, contesta él a la pregunta de su hija, ella no tuvo nunca ni idea de cuales eran mis sentimientos o mis inquietudes; era una buena esposa, pero cuando yo necesitaba algo más que a una buena esposa tenía que salir por ahí y pagarme una mujer.
Decía Julio Caro Baroja que después de los sesenta el hombre necesita mucho tiempo para reflexionar sobre la muerte; creo que cuando se van teniendo muchos años, y sesenta son ya bastantes, el hombre lo que necesita es mucho tiempo para reflexionar sobre la vida. Quizás por ello no debería asustarme esa necesidad de pasar tantas horas sin hacer nada, reflexionando, ensoñando, mirando las nubes sobre poniente. La novela que leo, El cuaderno dorado, Doris Lessing, está repleta de situaciones que provocan en mí una reflexión paralela que, teniendo que ver conmigo o con alguna parcela de la realidad que vivo o conozco, me muestran organizados un comportamiento y un esquema psicólogo que con frecuencia golpea con su aldabón sobre mis propias disposiciones poniendo en cuestión alguna de esas verdades con las que uno camina por la vida como si fueran dogmas de fe. El tirón del dolor, la punzada del cuestionamiento. Otras simplemente se levanta en alguna parte del alma un dolor difícil de localizar. Desorientación, dolor, duda.
Ayer me resultaba especialmente dramático ese encuentro del padre de Ella con el pasado. La duda está ahí. ¿Qué efecto tendría sobre una persona descubrir muy entrada la madurez que uno se ha equivocado en exceso, que su relación con la esposa, con los hijos, con… tuvo algo de parodia, que uno no vivió realmente, que se equivocó, que perdió el tiempo miserablemente con cuatro pamplinas? En una situación así es bastante probable que uno se negara a reconocerlo y optara por adoptar una sonrisa postiza por el resto de su vida con el fin de soslayar el dolor que se derivaría de un estado de plena conciencia. Voy con frecuencia a la residencia donde vive mi padre, conozco más ancianos de los que nunca conocí hasta ahora. Es un caso extremo, pero sé de hijos que están deseando que sus padre se mueran porque esos mismos padres les arruinaron la vida durante décadas y, aun hoy, con más de noventa años pretenden mantener ese dominio convirtiéndose en un agobio para los hijos. Gente de “buena sociedad” que se morirá sin saber que su vida ha sido inútil, perjudicial, que acumularon dinero y prestigio pero que no supieron vivir y que sólo se espera de ellos que desaparezcan.
Una cosa son las buenas palabras y la sonrisa desde el proscenio y otra lo que puede correr por dentro. Los tiros no iban exactamente por aquí cuando empecé a escribir, pero igual vale, las fuentes del dolor son tantas que podríamos encontrarlo en cualquier tema anidando como una larva a la espera del momento propicio en que hacer su aparición.
No sé para qué coño escribo yo todas estas cosas aquí, o en cualquier lugar que no tenga como destino el oscuro cajón de mi mesa de trabajo; esta tarde reflexioné sobre ello y se me pasó por la cabeza la idea de abandonar esta manía de ir dejando regueros de escritura en el ciberespacio; sopesé los pros y los contras pero al final ganó la idea de que abandonar esta necesidad a veces tan incontrolada de escribir no le iba a venir bien a mi salud. Si además de hacer una vida solitaria cierro mi boca esto se va a convertirse en algo parecido a un convento de clausura.
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