Adiós, Andy


Coño, qué triste me desperté hoy. Cuando sonó el despertador me sentí tan triste que me arrebujé bajo el edredón pensando que hoy no iba a ser capaz de levantarme en todo el día de la cama. Buah buah buah, eso decía el niño pequeño y tristón que había amanecido en mitad de un precioso día de niebla. Había mirado de reojo la mañana cuando sonó el despertador, pero aquello no había dicho nada particular a mi pena, así que adopté la posición del embrión que en el silencio amniótico de un mundo remoto hubiera quedado olvidado en algún rincón de un sueño, encogí los hombros, hundí la cabeza entre las clavículas, plegué mis piernas sobre el abdomen, crucé mis brazos en el regazo de mí mismo y me dispuse a dormir.
Cuando desperté, con los ojos entornados busqué los números rojos del reloj despertador posado sobre el rayador amarillo junto a los pliegues de la cortina a cuadros verde. Di un respingo, era casi mediodía; me incorporé y, justo entonces, la figura de Gaza apareció por la puerta como todas las mañanas a darme los buenos días. Buenos días, Gaza, saludé; y, mientras introducía mis pies por la boca de las pantuflas, acaricié la cabeza de este cachorro juguetón e irresponsable que no deja gafas, guante, bolso que pilla por ahí sin mordisquearlo hasta dejarlo inservible. Gaza, cuando oye que me incorporo en la cama, viene enseguida a saludarme; eso me gusta especialmente; y con más razón hoy que estoy como un trapo; reconforta que a uno le laman el forro del alma con esas ganas de vivir que tiene este cachorro.
Pero hoy no me iba a dejar arredrar, ni iba a permitirme caminar por la casa como fantasma en cuarentena arrastrando melancólicas cadenas por lúgubres pasillos y corredores, así que... Así que que qué. ?: de momento la escritura, el mejor remedio que conozco contra esta clase de males.
Nuestra otra perra, Andy, murió ayer. Últimamente nos miraba tras sus ojos hundidos desde la lejanía de sus muchos años, pero lo hacía... no, ni siquiera era resignación aquello. Este animal no era resignado como somos los humanos en medio de las contrariedades, este animal seguía viviendo simplemente con todo lo que la vida le venía echando, su displasia, su vejez –parecía una abuelita arrugadita en su rincón del porche–, el frío, el calor, lo que fuere. A última hora, renqueante, arrastrando su medio cuerpo trasero, escuálido, totalmente en los huesos, iba como podía de aquí para allá buscando un poco de sol o resguardándose del rigor del frío. Siempre arrastrando su vejez con la misma naturalidad con que se producen los fenómenos atmosféricos. Tampoco hacía esto estoicamente como de nosotros podríamos llegar a decir, porque el estoicismo es una categoría moral de la que ella no tenía ninguna necesidad, que nosotros, asumidos de significación parece que tuviéramos siempre en el candelero esa necesidad de remitir nuestros actos a un código moral, a adjudicarle un adjetivo a nuestros actos con objeto de poner de relieve nuestra valía. A mí me admiraba encontrar en su cabezota peluda esa expresión de natural disposición frente al dolor.
Alguna de las últimas noches, antes de que ya no pudiera moverse definitivamente, agradecí mucho que viniera a dormir arrastrándose hasta hacer su arrebujo nocturno frente a la puerta de mi cabaña. A las dos o tres de la mañana, cuando ya me iba a dormir, me acercaba a ella y la acariciaba su cabezota de viejecita dándole las buenas noches; ella levantaba entonces los ojos y parecía asentir agradecida desde su sordera y su adustez de abuelita.
Por fin tuvimos que decidir su suerte, quedó inmovilizada y, de su costado, que se había abierto, había empezado a manar una masa sanguinolenta. Al día siguiente, mientras el veterinario preparaba su instrumental, la acariciábamos y, ella, desde su postración, levantaba la cabeza y nos miraba desde su poquito de vida como si intuyera que ya todo se había acabado. El veterinario le cortó el pelo de una pata, introdujo una aguja, apretó: quedó dormida instantáneamente. A continuación su cuerpo recibió el líquido letal. Andy ya no existía. La subimos a la carretilla y atravesamos la parcela con ella, la introdujimos en el hoyo que había abierto horas antes y después la cubrimos de tierra. A continuación rastrillé el terreno. Su tumba está a pocos pasos de donde suelo sentarme a leer los días de sol en invierno, ese banco de madera que también sirvió en una ocasión para dejar un reguero de semen como testimonio de que la vida, pese a todo, ha de primar sobre la muerte.
Pero no se piense que estaba triste por Andy, no, al menos eso creo. Recordé insistentemente durante todo el día ese admirable y repentino tránsito de la vida a la muerte, eso sí me llamaba profundamente la atención. De golpe su cabeza había caído sobre un costado, estaba muerta. Esa clase de obviedades, de verdades, que aún conociéndolas hasta la profundidad más íntima de nuestros huesos, no dejan de impresionarnos con su evidencia. Una inyección y de repente tu dolor, tus penas, tu amor, tu cansancio, tu memoria, tu pasión, tus proyectos, tus hijos, tu amante, tu casa, tus errores, tus trabajos, la niebla de plata, el mar profundo, las montañas espléndidas, los bosques misteriosos. los amigos, los libros, tu pereza, tu ardor, tus maratones, tus versos, todo, absolutamente todo, ha desaparecido. Eso sí que es el gran misterio de la vida.
Terminé de leer ayer Tokio blues, de Haruki Murakami. También allí se respiraba en más de una ocasión el aire incomprensible del párrafo anterior. Jóvenes vidas que desaparecen dejando el vacío inmenso tras de sí, la muerte en vida de los vivos, los suicidas que alientan tan frecuentemente la literatura japonesa.
No, no es deseable esa naturalidad de Andy en donde todos, árboles y animales, como en aquellos versos de Octavio Paz,

... están ahí, dichosos en su estar,
frente a nosotros que no estamos,
comidos
por el amor comidos, por la muerte.

No es deseable porque a la manada de árboles bebiendo en el arroyo, a los montes como cielos desplomados, al contrario que a nosotros, les falta el valor de ser hombre o mujer, les falta la consciencia plena y admirativa de la vida, del amor, y poco a poco, aprendiéndolo lentamente –porque hay que aprenderlo, golpe a golpe, verso a verso– la consciencia de la muerte. Es decir, la tristeza de nuestra levedad.


1 comentario:

  1. Somos mero tránsito. Y, en ocasiones, testigos de lo que acaecerá.

    Un abrazo.

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