De la lectura del último libro de Ernesto Sábato, Antes del fin, no sabría decir con precisión qué era lo que verdaderamente me molestaba, creo que rondaba ese afán desmesurado que recorren lo últimos años de su vida haciendo que en el libro la realidad moral y social, la ideología, la injusticia adquieran una dimensión desmesurada especialmente para un hombre que se acerca al fin de sus días. Todo lo que cuenta Sábato en su libro parece provenir del desencanto de un mundo injusto; es el alegato de un luchador que no vive otro cometido que la expresión de esa injusticia, y a la que acompaña un largo discurso dirigido a animar a la juventud a pervertir estos valores y a transformar la sociedad. Junto a ello algunas leves referencias a su esposa, a otra mujer que cuidó de él, a su hijo Jorge, al que esta vez sí, dedica largas páginas de sentido recuerdo.
Imagino que cuando una persona tiene tantos años le queda poco margen para otras cosas, no son tiempos ya de pasiones nuevas ni de poner en cuestión una larga vida de rectitud y empeños artísticos y sociales. Pero me queda la duda. Esperaba de este libro una confesión más personal, esa desnudez de la que habla Machado frente a un tiempo que se acaba y no necesitando ya de los tiquismiquis de las convenciones, afronta la propia realidad de la muerte dando rienda suelta a una íntimidad mucho más conflictiva. Al menos eso quiero creer yo de un espíritu apasionado y superior.
Ayer estuve en el teatro, David & Eduardo, un extraño encuentro; la historia de dos hombres, un esposo y un amante, que encontrándose en el entierro de la esposa, amante a su vez del segundo, en un diálogo a dos voces y durante algo más de una hora, llegan a aceptar la realidad del amor de ambos por aquella mujer. Las pasiones que corren por el interior de los seres humanos no encuentran precisamente todas ellas vía libre para ser aceptadas en una sociedad estructurada en torno a una férrea moral de pareja, donde los valores están establecidos con precisión y en donde la falta a la norma queda estigmatizada como un oprobio, especialmente para la mujer.
Esta tarde, en uno de los ensayos de Claudio Magris, Ítaca y más allá, que leo a ratos tras la siesta, me sorprendió con un tema con el que quizás pueda aclararme un poco en relación a esa insatisfacción que me dejó el libro de Sábato. El artículo lleva el título de El tardío verano de Ibsen. Comienza Claudio Magris con esta cita: “Un día la juventud vendrá a llamar a mi puerta y entonces será el fin del constructor Solness”, dice este último en el homónimo drama de Ibsen que marca, en 1892, un cambio de rumbo en la obra del escritor noruego. Con el Constructor Solness, cito a Magris, Ibsen parece abandonar el compromiso fundamentalmente ético, ideológico y social de sus dramas precedentes para dirigirse al trágico juego de los impulsos y de la vitalidad. Hace después referencia Magris a los demonios de cabellos rubios o morenos, que Solness, el mismo Ibsen sin duda, teme y al mismo tiempo desea con absoluta determinación aferrar, que son sobre todo la oscura y profunda energía de la vida, que rompe los frenos con los cuales la razón y la moral han creído dominar el caótico y múltiple fluir de lo real. Descubrir en Ibsen, como sucedió también en Goethe, que sus personajes o ellos mismos planteen el reproche de no haber vivido sus vidas, el haberlas reprimido y sacrificado en nombre de una meta aparentemente superior (el arte, el trabajo, la moral, la civilización) en realidad no justifica la vida ni le confiere un significado, sino que más bien la sofoca vil e inútilmente (los últimos renglones son de Magris).
Me da un ramalazo de gusto encontrar que los interrogantes que me plantean mis lecturas, autores de cualquier época o demarcación geográfica, puedan encontrar, como en este caso, un rodrigón en el que sostener mis propias intuiciones. Pensar que hay algo en nosotros indecible, pero tan presente como la sangre misma, esa oscura y profunda energía de la vida que nutre nuestro interior, sin distinción de edad o condición, con su fuego primigenio, es aceptar la posibilidad de un camino que la intuición en su maravillosa forma de acercarse a la realidad supo adivinar pese a la poderosa presión del établissement moral y religioso.
La obra de teatro de ayer, aunque algo blanda y contemporizadora con un público típico encerrado en el corsé de una ética universalmente dada como correcta, deja a lo largo de la representación un hueco en que poder hacer plausible esa oscura y profunda energía que hace posible que no nos tengamos que reprochar el haber vivido nuestra propia vida, el haber seguido ese impulso sin el cual la exitencia puede quedar en cosa de chichinabo.
Quizás de todas estas consideraciones provengan esa extraña sensación de tristeza que me venía de la lectura del libro de Sábato. Lectura en pro de una mejora social, humana, pero lectura que, anclada en una meta aparentemente superior, deja a un lado la posibilidad de otros encuentros, otras pasiones. Esa inquietante ternura de Ibsen, de que habla Claudio Magris, por ejemplo, frente a una nueva aurora. En un libro con este título creo que habría sido imprescindible ir más allá de una relación de hechos y de una apuesta por una sociedad más justa. Es al individuo al que buscamos cuando abrimos un título como éste, al menos eso me sucede a mí.
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