El encuentro sobre un tema de literatura, en Facebook, con uno de mis contactos, me va a servir esta mañana de disculpa para escribir unas líneas mientras vigilo frente a la ventana cómo los pájaros vienen a dar cuenta de las pipas que he esparcido sobre una silla allá en el jardín. El caso es que compré hace tiempo un comedero de pájaros y lo colgué de la rama de una acacia, frente a la ventana de mi cabaña. Durante meses nunca vi acercarse por allí a ningún pájaro. Hace unos días, sin embargo, eché de menos el comedero; salí a ver lo que había pasado con él y me lo encontré roto en el suelo, probablemente no resistió el peso de alguna paloma, o simplemente no les gustó a los pájaros de mi parcela que vieron en él una trampa. Total, que decidí prescindir de él y, tomando un buen puñado de pipas, las coloqué sobre una silla del jardín. No tardaron en aparecer los pájaros a descascarillar las pipas. Ahora pasan horas revoloteando en torno a la silla, así que a la tarea matinal de echar de comer a los peces, se ha incorporado la comida de los pájaros. Ahora estoy empezando a conocer a mis congéneres de la parcela. Les miro y me río de mi condición de propietario; uno, obsesionado con eso de la propiedad, se olvida de que todos somos criaturas con igual derecho a disfrutar de los bienes de la naturaleza; las pipas; las aceitunas del olivo; las peras que se zampan los mirlos -cabroncetes ellos-; los nísperos, que cuando fui a coger la segunda cosecha para la que había desplazado hasta el árbol una larga escalera la tarde anterior, me encontré que los pájaros sólo me habían dejado tres o cuatro, que se habían zampado media cesta ellos solitos; las lechugas, de las que dan cuenta los conejos, simpáticos pero listos y amantes de las verduras, a los que tengo que expulsar a base descargas eléctricas, un pastor eléctrico con el que he tenido que rodear las madrigueras para invitarles cortesmente a que vayan a comerse las lechugas del vecino. Es seguro que a los pájaros de por aquí no les gustaba el comedero, de la misma manera que a mí no me gustan los corsés ni las recetas relacionadas con la literatura, con los modos de escribir, lo que no es negar, por cierto, la utilidad de las mismas.
El punto de arranque. El texto que me sirve de disculpa, que me sirve de disculpa, digo, está relacionado con la necesidad expresada por el autor de un post (Defectos más comunes de una novela. (III) Posponer el comienzo de la trama | Crítica de Libros. www.criticadelibros.com) de que el escribidor trabaje teniendo en cuenta que, “la principal dificultad para un novelista es conseguir, hoy en día, que el lector dedique a tu libro los veinte minutos diarios que tiene para distribuir entre los viudeojuegos, la serie de la tele, el periódico, la pantalla del metro y las redes sociales”. Mi respuesta, ante esta afirmación, decía que me producía escalofríos pensar en que alguien tenga que tener ese tipo de premisas delante para escribir; desde luego no me imaginaba a ninguno de esos posibles lectores con un libro de Celline, de Thomas Mann, de Proust, de Flaubert en las manos.
¿Cómo se escribe una novela? Ni idea, escribiéndose, me imagino. Un día inventamos un personaje y lo hacemos madrugar, las del alba serían... y el personaje se pone en camino; y mientras tanto volvemos a las tareas del día, regamos los tiestos, echamos una siesta y a la mañana siguiente cogemos de nuevo la pluma, el ordenador y caemos en la cuenta, porque se nos ha ocurrido mientras tratábamos de quitarnos el sueño de encima, que a tal personaje le conviene un escudero; más tarde descubrimos que necesita una Dulcinea, y así sucesivamente, incluso se nos puede llegar a olvidar, como le sucedió a Cervantes, que al burro le habíamos hecho desaparecer en el capítulo anterior, y hagamos cabalgar sin más a Sancho sobre su rocín, sin apercibirnos de que la última vez que cogimos la escritura lo había hecho robar por algún cretino. El placer de levantarse cada día, imagino, cuando el novelista está en vena, e intentar descubrir en qué consiste lo que va a escribir esa mañana; lo decía Marguerite Dura, ponerse a escribir para averiguar lo que uno va a escribir. Creo que algo parecido le leí a Antonio Muñoz Molina, me parece que en la introducción de El invierno en Lisboa, es la manera en que el libro se va haciendo cada mañana. Italo Calvino cuenta divertido en Leyendo a los clásicos, cómo el personaje de Ariosto, en Orlando furioso, va de acá para allá con su caballo de manera interminable, no sabiendo el escritor qué hacer con él, hasta que una buena mañana don Leudovico se siente más inspirado y entonces su caballero echa a andar definitivamente por los vericuetos de la escritura de una manera diabólica. ¿No sucede algo similar en la novela de Sterne, aquel maravilloso Tristram Shady? Las referencias serían inagotables. Tampoco Proust parece interesado en otra cosa que no sea la expectativa, acaso, esa que se hace dueña de la novela, Balbec, Albertina, la señora de Guermantes, la Berma, son referencias para magnificar el presente del relato, para darle la fuerza descomunal del deseo sin las muletas de la intriga.
Naturalmente hay novelas que deben de hacerse, acaso, de otra manera, las de Aghata Christie, por ejemplo, El código de Da Vinci, imagino (aunque no lo leí), un montón de novelas modernas, generalmente novelas de entretenimiento, las que leemos en el metro porque no requieren ese mínimo de concentración necesaria.
¿Qué es una buena novela? Yo no entiendo ni patata de estas cosas, pero obviamente una buena novela debe emocionarte, debe contener ramalazos de genialidad, comunicar la vivencia de una experiencia de tal manera que sea necesario pararse y cerrar los ojos para retener el sabor ese de la magdalena que viene de la conjunción de la lectura con nuestra propia vida interior; para apreciar y emocionarte con esa mirada mutua que apenas dura décimas de segundos, en la que dos personajes de Conrad adivinan en Lord Jim un precioso mundo de afinidades. Yo intenté leer, caminando por un lugar intrincado (lectura oída), La historia universal de la infamia, de Borges, y fue un fracaso total, aquello era de lo que no puede leerse en el metro, ni caminando por parajes que requieren especial atención si no quieres perderte. Desde entonces, cuando camino, procuro adecuar el nivel de mis lecturas a la atención que requiere el camino. Y si se tercia que esté muy enganchado por lo que estoy leyendo, como me sucedió el pasado año cuando repetía la lectura de En busca del tiempo perdido, mientras atravesaba caminando España de sur a norte durante un cálido verano, lo que hago es supeditar la lectura al camino, y así cuando algo me llama especialmente la atención me paro, me siento bajo un árbol y degusto tranquilamente la dosis de emoción que me procura ese paraje con el que me he encontrado. Hace ya un tiempo tuve una pelotera dialéctica con una amiga a propósito, esta vez, de qué era una buena película. Andábamos navegando por los canales de Kerala, al sur de la India. Los argumentos de entonces sobre el cine, sirven ahora también para la literatura (¿Qué es una buena película?, era el título).
A Juan Marsé le leí en alguna ocasión decir que esas cosas, cómo cada uno hace una novela, pertenecen al ámbito privado de la cocina en la que cada uno elabora sus relatos, etc.; que después los críticos tengan que ganarse el pan especulando sobre esto o lo otro, eso ya es harina de otro costal. Malcolm Lowry no sé si llegó a publicar en vida su obra maestra, Sábato tuvo que recurrir a la ayuda de un amigo para con dinero de su bolsillo poder publicar El Túnel. Los ejemplos son miles. Y es que los supuestos de la crítica y las metodologías destinadas a aquellos que quieren escribir, hay que tenerlos en cuenta, pero... son tan relativos que, para averiguar si algo es bueno, mejor hundirse en la lectura e intentar comprobar si aquello que uno lee tiene cierto efecto sobre la fisiología del lector, esa emoción que corre en forma de lágrimas por el rostro del personaje de Pennac , en El dictador y la hamaca; un personaje que fallece viendo una película de Chaplin. Tras la finalización del film, la acomodadora descubre absorta los ojos del espectador en cuyas pupilas ella podía leer las fuentes de la emoción (Las fuentes de la emoción).
Quizás junto a las buenas y menos buenas novelas haya que hablar también de buenos y menos buenos lectores, Pennac era/es un buen lector, de la misma manera que lo fue Borges. E incluso dentro de los malos lectores cabría hablar todavía de especímenes muy diferentes, yo, por ejemplo, me considero un pésimo lector, un lector al que la trama le trae casi siempre sin cuidado; me sucede con alguna frecuencia atravesar por montones de páginas sin enterarme de lo que está sucediendo en el libro. Mientras leo mi mente anda en otro sitio probablemente utilizando las páginas del mi libro supuestamente mal leído como lanzadera hacia lugares y espacios concomitantes relacionados con mi propia vida o la realidad que me circunda; leer es recrear la propia vida, hacer un cóctel con los componentes de la lectura y la propia experiencia, las propias ideas. Cuando Proust en Balbec anda como loco enamorado de aquella chiquilla que es Albertina, yo no dejo de hacer lo propio, la lectura de Proust me pone en contacto con la lectura de mi propia vida, de mis sentimientos y emociones, me estoy leyendo a mí mismo. Otras veces es diferente, cuando leo a Celline mis sentimientos están en otro lado, en Celline el esplendor es su prosa, maravillosa, espontanea, robusta, cautivadora; en este caso es el placer del texto, no hay trama que valga aquí tampoco, es lo que dice, pero sobre todo cómo lo dice, tanto monta para el caso el que el personaje Celline haya sido puesto en entredicho por asuntos ajenos a la literatura.
Mis pajaritos siguen dándose un festín con las pipas, nada de comederos ni estructuras engañosas que pueden hacerles olvidar lo que realmente constituye el placer del sustento, la alerta de la posibilidad de una trampa en donde desperdiciar nuestro maravilloso tiempo; el placer de la lectura, diría yo.
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