
Empecé el librito allá cuando atravesaba una mañana temprano por la vetusta localidad de Orihuela del Tremedal; casas de piedra, campanas de bronce sonando en el ambiente claro de la primera hora, calles estrechas y golondrinas y vencejos disputándose el aire de una fría mañana de abril. Lejos de Orihuela me acompañó por muchos días. Ahora caminaba junto al río, el rumor del agua siempre a mi diestra, los farallones encendidos por el sol tempranero, un cuclillo trenzando su canto con el agua y otros pájaros; también estaba el rumor de las hojas de los pinos agitadas por el viento.
Monasterio Buenafuente de Sistel |
Hacía años que quería leer a esta mujer apasionada. Su nombre se oye devotamente tanto en lenguas viperinas como la de Cioran, como en mentes inteligentes y brillantes como la de George Elliot, otra mujer admirable. No hace falta ser creyente para leerla, de hecho es suficiente sentir la emoción de su pasión para que uno desee hacer de su lectura un primer acto matinal. Si Cioran decía que si Dios tenía que dar las gracias a alguien, sería a Juan Sebastián Bach, algo parecido podría haberse dicho de Teresa de Ávila. A mí me importa bien poco el Papa y toda su cohorte, pero, sin embargo soy devoto de los amores de Teresa y de su fuerza arrolladora. No sé muy bien en qué cajón puede meter un ateo esa emoción que suscita su lectura, cómo se pueden diferenciar estos sentimientos de otras pasiones, otros amores; pero sucede de ese modo, siento una profunda cercanía por el cómo dice, acaso más de lo que dice en sí; leo con atención, con recogimiento, sabiendo que en sus palabras, en la enorme fuerza de sus argumentos duerme algo indefinible en donde se esconde la verdad que todos buscamos. Ella habla como priora a sus monjas; las habla, ya lo sé, de un Dios, de un cielo, de un infierno en los que yo no creo, y no sólo que no creo, sino que hacerlo se me parece como la representación de un estado de ingenuo infantilismo; sin embargo, sus palabras, más allá de las circunstancias de la época en que el mundo vivía encerrado aún en una concepción de la realidad mágica y sujeta a las furias y a las bondades de un Dios nacido a imagen y semejanza de una idea patriarcal humana; más allá de todo esto, sus palabras son vigentes en esa apasionada devoción a los valores importantes, al amor, sea donde sea se ponga ese amor; el amor como fuerza que nos mueve, nos conmueve, nos catapulta más allá de nosotros dando sentido a nuestras vidas. El amor de Teresa de Jesús es tan sublime que es frecuentemente causa de un gran desgarramiento físico interior. Un amor terrible y arrollador que no cabe en la explicación biológica que comúnmente le damos, ni es posible encorsetar bajo ningún sistema; parece. Aunque a mí me emociona ese amor de Teresa de Jesús, no por eso dejo de pensar que está equivocada, que lo que le sucede a ella, aunque con mucho más fuerza, es lo que le sucede a tantos; vive esa sensación oceánica que sentimos todos y que menciona Freud, y que no sabiendo bien dónde colocar, lo refieren a Dios, otros al amado o la amada, muchos a la Naturaleza, a la Humanidad, etc. Quizás por ello no es difícil encontrar concomitancias en la escritura de la santa con otras lejanas culturas orientales, lo que demostraría que las religiones en el fondo lo que hacen es intentar dar salida a inquietudes que el ser humano no logra representarse con claridad, pero que ejercen sobre él una enorme fuerza.
Cuando aquella mañana oía largamente, junto al canto de los pájaros que poblaban la arboleda del Tajo, hablar de la necesidad de la oración interior como uno de los principales modos de emplear el tiempo de nuestro día, ese calor que pone, esa pasión de mujer sabia a quien las riquezas y los honores de este mundo parecen tontos y peligrosos juegos con que confundir a la gente; cuando la oía, me parecía que aquello no guardaba mucha diferencia con lo que Buda predica, con lo que era mi recogimiento a esa hora mágica del día en que la noche y el día se besan.
Si Teresa de Jesús hubiera nacido en Manchuria o en Nepal, a la oración interior le habría dado otro nombre. Se trata de la misma cosa que se hace en Oriente. A Santa Teresa le sobra Dios, se atrevería uno a decir, le sobra ese gran interés que han heredado los hijos de Alá y los cristianos por un paraíso, un infinito placer post mortum que sería como el resultado de la mejor inversión que uno haya podido hacer en vida. En ella, una mujer tan apasionada, esa relación con un Dios amante, padre y hecho a la medida de un gran monarca, me parece tan solo una consecuencia de la presión social de su época. Lo que cuenta, como en todo amor, es el anhelo del ser amado, ese cántico espiritual que alumbra la noche de San Juan de la Cruz, noche oscura en que el dilatado anhelo del santo viste de Amada a ese Dios salido del Medioevo y que con una claridad más universal, menos apresado de convenciones de la Iglesia de entonces, acaso hubiera roto los barrotes de hierro en que estaba encerrado el pensamiento para llegar a quedarse en puro deseo, la pasión de querer algo, alguien externo a nosotros hacia quien toda nuestra voluntad tiende.
Vivac junto al Tajo |
Y así, mañana tras mañana volvía a la santa, todavía junto al Tajo, muy temprano, cuando el sol apenas acababa de posarse en los roquedales de las escarpaduras del río, allá en lo alto; mientras la bruma se demoraba entre los sauces y los pinos ralos de la orilla, allí donde el río, más arriba, parecía abrirse paso como entre las nubes. Una humedad y un frío que me pillaron desprevenido. Leía las explicaciones que daba la santa sobre cómo ha de ser la oración mental, padres nuestros y ave marías con que desayunarse todo el día sin apartar la mirada del Altísimo. Y yo, mientras oía a la Santa iba pensando que quizás me habría venido mejor traerme un librito de San Francisco de Asís, que era más aficionado a la naturaleza que Teresa de Jesús, una oración quizás para mí más acorde la del parloteo con los pájaros, o los jabalíes que se esconden pero que dejan marcado el bosque con sus patas de excavadora.
En cierto momento la santa me aburría; mientras la oía distraídamente quise imaginármela en las cercanías de un amor no tan divino. Tan recia mujer habría necesitado un buen ejemplar masculino, inteligencia y sensibilidad a espuertas. Se me hace difícil imaginar una posible pareja para estas mujeres que admiro, y a las que leí últimamente, la Dickinson, George Elliot, Teresa de Jesús, Colette. En El canon occidental, Harold Bloom dice de George Elliot, que no había varón en la época de Elliot a su altura, a excepción de Adam Smith que ya estaba “cogido”, que la hubiera hecho sombra, y explica que de haberse casado con un hombre de inferior inteligencia su obra se habría resentido inevitablemente. No sé, entonces las mujeres lo tenían bastante mal. Desde luego lo que no me imagino es a un hombre corriente con una mujer de armas tomar como Teresa de Jesús. San Juan de la Cruz probablemente no habría pasado de hacer manitas con la Santa. No recordaba, metido en un bosquecillo de bojes, encinas y pinos, si Quevedo coincidió en vida con ella; quizás Quevedo habría sido un buen plan, pero es que a Quevedo le sucedía lo mismo que a Pessoa, a Pavese, parecían tan poco agraciados físicamente que era difícil pensarlos en las cercanías del dominio de Cupido. Por demás las salidas de madre de Bocaccio, cuando mete las narices en los conventos, no servirían a la energía de la superiora del Convento de San José de Ávila que en esto del amor iba muy que muy en serio y muy reciamente. Quizás Teresa sí habría hecho buenas migas con Dante a condición de que ésta hubiera cambiado el hábito por el traje cortesano de Beatriz; aunque a la humildad de la santa le viniera algo estrecha esa manía de Dante de saberse por encima de todos los mortales de su época.
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