En la primavera pasada leí Pensamientos arriesgados, de Fernando Savater, un libro que alentó una buena cantidad de interrogantes cada mañana mientras las primeras horas del día transcurrían caminando las tierras de Navarra y Logroño, un Camino de Santiago al revés que estaba dispuesto a finalizar en el puerto de Somport; trascurrida la hora del alba encendía mi ipod y escuchaba a este señor, tan amante de las palabras como para decir que le producían orgasmos, cosa que ya de entrada me ponía en sintonía con él. Fue una buena lectura, aunque es cierto que, fuera porque leer caminando aminora la capacidad de comprensión de textos no sencillos, dada la atención que requiere trochear parajes no frecuentados, o simplemente porque uno no está del todo preparado para las muchas sutilizas de la escritura y el pensamiento complejo, un porcentaje significativo del libro se me perdió entre la carrasca que puebla los montes al sur del pantano de Yesa. De todos modos si mi lectura hubiera sido en papel el libro habría quedado profusamente subrayado y ello me habría permitido traer a colación un buen puñado de asuntos sobre los que discurrir esta mañana. No fue el caso, es uno de los problemas que tiene la lectura escuchada del que trota por los montes, so pena que uno esté dispuesto a pararse de continuo, descargar la mochila, sacar el boli y el cuaderno, rebobinar el ipod y tratar de tomar nota de las palabras del lector de turno.
De todos modos el motivo de estas líneas viene al caso no de ese libro, sino de algunas de las afirmaciones de Fernando Savater que aparecen en El País de esta mañana. Cuando uno lee a un autor al que en determinados lugares de sus libros cuesta seguir, la situación es fácil que lleve al lector a ejercer un dejo de humildad y a considerar a la persona del autor en cuestión por encima de las capacidades del que lee, lo que con poco que nos descuidemos puede llevar a aceptar a éste supuestos y argumentos de un autor que, expresando en la prensa con cierta frecuencia su pensamiento, de forma impertinente como es el caso hoy, no sólo deberíamos cogerlo con pinzas, como sucede en la entrevista, sino que más valdría considerar como salido de una persona de escasas luces o pronta, por su ideología o por la impetuosidad de su carácter, a espetar sobre determinado público, como si se tratara de un maestro de escuela que desde la tarima de su sapiencia tratara de recriminar a sus alumnos pequeños la impertinencia de sus actos. No se entiende de otra manera las diatribas de Savater contra la gente del 15-M y sus formas asamblearias.
Me admira que el autor del libro que leí, que es casi el único conocimiento que tengo de este hombre, diga, por ejemplo estas cosas. "¡Que no nos representan, dicen, cómo que no nos representan! Los políticos nos representan, pero depende de nosotros que nos representen como es debido. Pero nos representan, vaya que si nos representan". Obviamente no hay peor sordo que el no quiere oír, o mejor, que habiendo oído y entendido quiera manipular ostensiblemente el sentido de las palabras para de esa manera desprestigiar al oponente, vieja artimaña por demás utilizada siempre por presuntuosos que no teniendo argumentos cabales con los que arremeter con algo que molesta utiliza la falacia de los significados a medias para desprestigiar al contrario. Si cada cinco votos de Soria valen uno de Madrid, porque así interesan a los partidos mayoritarios, obviamente la representación no es tal, está groseramente manipulada; si los partidos en el poder, al que llegan con el señuelo de un programa electoral, que después no cumplen, o que entran en legislatura con decisiones de importancia política de primer orden (CiU en Cataluña con su paquete reformas económicas y sociales, por ejemplo) que esconden bajo la manga fuera de programa; si durante cuatro años pueden hacer lo que les dé la gana, sin tener en cuenta que los votantes votaban un programa y no una carta en blanco, es claro que la representatividad podrá seguir siendo todo lo formal que sea, pero de hecho es una representatividad amoral, basada en el engaño y con posibilidades de manipulación a posteriori que el sistema electoral con su hisopo bendice cada cuatrienio. Cosas tan obvias que uno se admira de la tanta sagacidad demostrada en esta ocasión por el filósofo señor Savater.
A este señor le aturde "que se trate de desvirtuar el carácter de ágora que tiene la política”, y lo dice, uno se queda perplejo, en el paquete de la crítica al 15-M. Es decir la defensa del ágora en el Congreso de los diputados, contra lo otro, que no sabemos qué puede ser para él, de las asambleas de Sol. Para morirse de risa, la defensa del ágora de los quince o veinte diputados tantas veces en el semi vacío hemiciclo, unos pocos de esos centenares que comen del presupuesto sin asistir, y que aparecen de vez en cuando en el Congreso para tirarse los tejos y hacer chistes malos, contra esa otra manera, las reuniones asamblearias de las numerosas acampadas en todas las plazas públicas de España.
Otra joya más de la entrevista. En este caso de cómo confundir el culo con las témporas: [Le dijeron que quizá sería bueno que la ética dejara a los chicos libres para desarrollar sus propios criterios, "para ser ellos mismos". ¡Pero qué dice usted! "¿O sea", se planteó Savater, "que en Geografía también debemos dejar que los muchachos decidan en asamblea cuál ha de ser la capital de Francia? ¿Que vengan a clase y aceptemos que digan, por ejemplo, Andorra, capital París?"]. Probablemente lo exiguo del espacio de una entrevista y la necesidad de reducir ésta a unos cortos exabruptos con que llamar la atención del lector, tenga la culpa, porque no es creíble que una lumbrera como ésta llegue a parir semejante esperpento argumental; tema aparte, por supuesto, el que haga mofa de una pedagogía que incentiva el crecimiento personal, la posibilidad de que los individuos puedan emplearse a fondo para ser ellos mismos.
Cuando uno lee, y si el libro es bueno o acaso nos aporta ideas y material de reflexión, a mí por lo menos me pasa, al autor siempre le cabe recibir una pizca de nuestra agradecida admiración. Se ha convertido en un compañero de viaje y, desde entonces, hasta que la memoria tenga a bien arrinconarlo, será un elemento más en nuestra vivencia, una parte de nuestra vida como lo es un paisaje que hemos disfrutado atravesando, como una música que puede invadir inesperadamente nuestro presente con sus voces entrañables. Lastimosamente es algo que difícilmente me puede pasar con Savater, cuando compruebo cómo respira; que tampoco me sucederá, por ejemplo, con don Camilo José Cela, del que me propongo hablar uno de estos días, por razones diferentes. El amor a los libros, como el de a las personas siempre tiene sus límites, uno no puede hacer un hueco en el corazón a aquellos que respetan mal las reglas del juego.
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