Me encanta él, ella en esta hora de cabaña, de verano, de desnudez, ella es como la presidenta sedosa del lugar, algo parecido a ese misterioso triángulo que se abre sobre el escote de las chicas de buen ver; apacible, tranquila, gustadora del fresquillo que le viene allá por las laderas envueltas en la penumbra, la suave brisa del ventilador acariciándole con su lengua de aire. Tiene un pequeño defecto y es que es un tanto inquieta, apenas que te descuides un poco pierde su suavidad aterciopelada, su aparente despiste, ahí como adormilada sobre mis muslos, y entonces ya es otra cosa, levanta su hociquillo como quien se asomara al alféizar de la ventana a ver el panorama y entonces ya es otra cosa. Yo hablaba de la otra, la mansa y adormilada ahí, por debajo de mi libro de turno, ajena a la crisis y al esfuerzo de los políticos por hacer comulgar al personal con ruedas de molino, ajena a lo que sucede en mi libro, una fenomenal tormenta sobre la Patagonia en donde un piloto y su mecánico luchan por sobrevivir, ajena a la tarde que ya ha empezado a ponerse de caramelo sobre la línea del horizonte, al viento que agita la ruidosa pelambrera de los álamos frente a mi cabaña.
La miro, con sus venillas y su forma de volcancillo melancólico, la miro y como para animarla en su melancolía le enseño el cuerpo bonito de alguna chica, su matita de pelo, sus pezones oscuros sobre el montecillo de sus pechos, y ésta se pone contenta, levanta la cabeza por encima del portátil y empieza a abrir sus ojos curiosos sobre ese bonito espectáculo; siento que se le está alegrando el corazón; mira, le digo, a ésta la tuve mucho tiempo como salvapantallas en el móvil; no sé por qué, esa tristeza de su rostro, la cabeza baja, el paso como quien se dirige pensativa a una cita, sus muslos subiendo hacia la ondulación de las caderas, hacia la doble curvatura de su cuello, todo hacia arriba como una oración hacia el aire cálido del deseo. ¿Verdad que es bonito un cuerpo de mujer?, le digo. Y él, ella, asiente levantando ahora su pequeño cráter sobre el touchpad y dejando escapar un pequeño estremecimiento de gusto.
Son maravillosas estas pequeñas revoluciones que un cuerpo produce en el interior del otro cuerpo, ¿verdad?, le digo; quieto, quieto, todavía no, despacito, le advierto. Vamos a ver qué hay ahora en esta otra carpeta. Y le digo al Picasa que nos dé una vuelta por los alrededores, y éste, obediente, nos trae a él y a mí otros paisajes, variaciones sobre el mismo tema, el origen del mundo, la suavidad de las dunas de un desierto dorado. Poco la poco, la lluvia, que ha empezado a desgranar su letanía sobre los cristales, rumorosa, trayendo de un lejano monzón el eco de sus pasos, se derrama por la penumbra como un río sobre el campo sediento, penetrando la tierra e inundándola de dulzor y estremecimiento. Y él se llena de humedad y calor; despierto ya se alza hacia mí y me mira ruborizado con los ojos llenos de lágrimas, como diciendo: ¿qué me está pasando?
No le contesto, las imágenes, unas tras otras han ido acaparando su atención. Me temo que debo retirarme, debo respetar su intimidad y dejarle solo junto a ese inmenso anhelo que ha empezado a crecer en él.
La tarde terminaba, el cielo se había vestido de noche y fuera sólo quedaba el solitario tintineo de las hojas del álamo.
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